sábado, 6 de junio de 2009

Heredando el futuro: la educación desde la comunicación

Por Jesús Martín-Barbero

Nuestro pensamiento nos ata todavía al pasado, al mundo tal como existía en la época de nuestra infancia y juventud. Nacidos y criados antes de la revolución electrónica, la mayoría de nosotros no entiende lo que esta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Debemos aprender junto con los jóvenes la forma de dar los primeros pasos. Pero para proceder así debemos reubicar el futuro. A juicio de los occidentales el futuro está delante de nosotros. A juicio de muchos pueblos de Oceanía el futuro reside atrás, no adelante. Para construir una cultura en la que el pasado sea útil y no coactivo, debemos ubicar el futuro entre nosotros, como algo que está aquí listo para que lo ayudemos y protejamos antes que nazca, porque de lo contrario será demasiado tarde”. (Margaret Mead)

En esa larga cita se despliega el sentido del título y se sintetiza el propósito de este texto. Tomada de un libro[1] que su autora escribió en 1970, no se qué resulta más sorprendente: si la lúcida valentía con que mira nacer una cultura que la desubica, o la paradoja de que sea una antropóloga, dedicada de oficio a indagar el pasado, la que nos descubra el nuevo rostro del futuro. Entre ambas se teje el lado oculto del debate entre educación y comunicación, y las líneas de fuerza que configuran la emergencia de un nuevo campo a la vez de investigación y políticas. Pues es en la educación donde se plasman en forma decisiva las contradicciones entre los tres tipos de cultura desde los que M. Mead desentraña los lastres que nos impiden comprender la envergadura antropológica de los cambios que atravesamos, y es desde sus diversas figuras de comunicación que avizora la larga temporalidad en que se inscriben nuestros miedos al cambio, nuestras resistencias, tanto como las posibilidades de inaugurar escenarios y dispositivos de diálogo entre generaciones y pueblos. Llama Mead postfigurativa a aquella cultura en la que el pasado de los adultos es el futuro de cada nueva generación, de manera que el futuro de los niños está ya entero plasmado en el pasado de los abuelos, pues la esencia de esa cultura reside en el convencimiento de que la forma de vida y de saber de los viejos son inmutables e imperecederos. Cofigurativa denomina otro tipo de cultura en la que el modelo de vida lo constituye la conducta de los contemporáneos, lo que implica que el comportamiento de los jóvenes podrá diferir en algunos aspectos del de sus abuelos y de sus padres. Finalmente, la cultura prefigurativa es aquella en que los pares reemplazan a los padres instaurando una ruptura generacional, que es la que vivimos hoy, sin parangón en la historia, pues nos señala no un cambio de viejos contenidos en nuevas formas o viceversa, sino un cambio en la naturaleza del proceso: la aparición de una “comunidad mundial” en la que hombres de tradiciones culturales muy diversas emigran en el tiempo, “inmigrantes que llegan a nueva era: algunos como refugiados y otros como proscriptos”, pero todos compartiendo las “mismas leyendas” y sin modelos para el futuro. Un futuro que balbucean los relatos de ciencia-ficción en los que los jóvenes encuentran su experiencia de habitantes de un mundo cuya compleja heterogeneidad no se deja decir en “las secuencias lineales que dictaba la palabra impresa” y que remite a un aprendizaje fundado menos en la dependencia de los adultos que en la propia exploración que los jóvenes habitantes del nuevo mundo tecnocultural hacen de la visión, la audición, el tacto o la velocidad.

1. Los destiempos en la educación

Dos destiempos desgarran particularmente el mundo de la educación en América latina. Uno las “deudas del pasado”[2]: los objetivos no cumplidos de universalización de la escolaridad básica. Pues si es cierto que en el plano de la cobertura la expansión en las últimas décadas ha sido considerable, el deterioro en la calidad de la enseñanza no solo ha multiplicado el número de los analfabetos funcionales sino que según estimaciones de la UNESCO, América Latina es la región con mayores porcentajes de fracaso escolar en el mundo. A las dificultades que aún subsisten, entre los sectores de más bajos ingresos, para acceder a la escuela básica se añade ahora una deserción incesante. Y una desmoralización creciente de los profesores –deterioro salarial, escasez de recursos, no renovación de equipos que les hace fuertemente reacios a cualquier innovación o mejoramiento de la calidad. El otro destiempo es el que día a día ahonda la brecha de América Latina en la producción de ciencia y tecnología. Y la imperiosa necesidad entonces de ampliar y consolidar la educación con miras a fortalecer la capacidad de estos países en la producción de conocimientos y el diseño de tecnologías. Inversión indispensable pues se trata del campo en el que se produce hoy la dependencia estratégica, aquella en que se juega no sólo la posibilidad de competir sino la de sobrevivir económica y culturalmente. Destiempos que se cruzan y que perversamente vienen a reforzar las recesiones económicas y las políticas neoliberales. Como lo hace patente el acelerado proceso de retraimiento del Estado y su solapado o descarado empuje a la privatización de la educación. Una privatización que no remite sin embargo únicamente al achicamiento y descomposición del Estado tradicional sino también al deterioro que ha conllevado a la masificación escolar. Y la búsqueda entonces en los sectores medios de una educación que les permita competir en el mercado laboral, aceptando para ello los costos de un “contrato de servicios”[3] obtenido en el mercado educativo.
Privatización que encarna, de otra parte, un nuevo modelo pedagógico centrado en la individuación: en la exaltación de la autonomía del individuo, su capacidad de aprender a aprender, y en un proyecto meritocrático de renovación de las elites dirigentes que combina, sobre la base de una alta presión selectiva, la potenciación de la iniciativa individual con una clara recuperación de los valores de la disciplina.
Un segundo terreno de destiempos es el de los modelos de comunicación que subyacen a la educación. La escuela encarna y prolonga, como ninguna otra institución, el régimen de saber que instituyó la comunicación del texto impreso. La revolución cultural que introduce la imprenta instaura un mundo de separación[4], hecho de territorialización de las identidades, gradación/segregación de las etapas de aprendizaje, y de dispositivos de control social de la información o del secreto. Paradigma de comunicación que desde finales del siglo XVII convierte la edad en el “criterio cohesionador de la infancia”[5] permitiendo el establecimiento de una doble correspondencia: entre la linealidad del texto escrito y el desarrollo escolar –el avance intelectual va paralelo al progreso en la lectura–, y de éste con las escalas mentales de la edad. Esta correspondencia estructura la información escolar en forma tan sucesiva y lineal que, de un lado, todo retraso o precocidad serán tachadas de anormales, y de otro se identificará la comunicación pedagógica con la transmisión de contenidos memorizables y reconstituibles: el “rendimiento escolar” se mide por edades y paquetes de información aprendidos. Y es a ese modelo mecánico y unidireccional al que responde la lectura pasiva que la escuela fomenta prolongando la relación del fiel con la sagrada escritura que la Iglesia instaurara. Al igual que los clérigos se atribuían el poder de la única lectura autentica de la Biblia, los maestros detentan el saber de una lectura unívoca, esto es de aquella de la que la lectura del alumno es puro eco. “La autonomía del lector depende de una transformación de las relaciones sociales que sobredeterminan su relación con los textos. La creatividad del lector crece a medida que decrece el peso de la institución que la controla”[6].
De ahí la antigua y pertinaz desconfianza de la escuela hacia la imagen[7], hacia su incontrolable polisemia que la convierte en lo contrario del escrito, ese texto controlado desde dentro de la sintaxis y desde fuera por la identificación de la claridad con la univocidad. La escuela buscará sin embargo controlar la imagen, ya sea subordinándola al oficio de la mera ilustración del texto escrito o acompañándola de un letrero que le indique al alumno lo que le dice la imagen.
Acosado por los cuatro costados, ese modelo de comunicación pedagógica no sólo sigue vivo hoy sino que se refuerza al colocarse a la defensiva desfasándose aceleradamente de los procesos de comunicación que hoy dinamizan la sociedad. Primero, negándose a aceptar el descentramiento cultural que atraviesa el que ha sido su eje tecno-pedagógico, el libro. Pues “el aprendizaje del texto (del libro-de-texto) asocia a través de la escuela un modo de transmisión de mensajes y un modo de ejercicio de poder, basados ambos en la escritura”[8]. Segundo, ignorando que en cuanto transmisora de conocimientos la sociedad cuenta hoy con dispositivos de almacenamiento, clasificación, difusión y circulación muchos más versátiles, disponibles e individualizados que la escuela. Tercero, atribuyendo la crisis de la lectura de libros entre los jóvenes únicamente a la maligna seducción que ejercen las tecnologías de la imagen, lo que le ahorra a la escuela tener que plantearse la profunda reorganización que atraviesa el mundo de los lenguajes y las escrituras; y la consiguiente transformación de los modos de leer que está dejando que está dejando sin piso la obstinada identificación de la lectura con lo que atañe solamente al libro y no a la pluralidad y heterogeneidad de textos, relatos y escrituras (orales, visuales, musicales, audiovisuales, telemáticos) que hoy circulan. Cuarto, impidiéndose interactuar con el mundo del saber diseminado en la multiplicidad de los medios de comunicación a partir de una concepción premoderna de la tecnología, que no puede mirarla sino como algo exterior a la cultura, “deshumanizante” y perversa en cuanto desequilibradota de los contextos de vida y aprendizajes heredados. Concepción y actitud que lo que paradójicamente produce en los jóvenes una brecha cada día más profunda entre su cultura y aquella desde la que enseñan sus maestros, lo que deja a los jóvenes inermes ante la atracción que ejercen las nuevas tecnologías e incapaces de apropiarse crítica y creadoramente de ellas.
También en el terreno de los modelos y dispositivos de comunicación, los destiempos se entrecruzan y refuerzan convirtiendo la ruptura entre generaciones en el profundo conflicto entre culturas que habla Margaret Mead. Pero la escuela escamotea ese conflicto reduciéndolo a sus efectos morales y traduciéndolo a un discurso de lamentaciones sobre la manipulación que los medios hacen de la ingenuidad y curiosidad de los niños, sobre la superficialidad, el conformismo y el rechazo al esfuerzo que inoculan en los jóvenes “llenándoles la cabeza de morbo, banalidad y ruido”. Lo que esa reducción impide es que ya no la escuela sino el sistema educativo se haga preguntas como estas: ¿qué significan saber y aprender en el tiempo de la economía informacional y los imaginarios comunicacionales movilizados desde las redes que se insertan instantáneamente lo local en lo global?, ¿qué desplazamientos epistemológicos e institucionales están exigiendo los nuevos dispositivos de producción y apropiación cognitiva a partir del interfaz que enlaza las pantallas hogareñas de televisión con las laborales del computador y las lúdicas de los videojuegos?, ¿qué saben nuestras escuelas, e incluso nuestras facultades de educación, sobre las hondas modificaciones en la percepción del espacio y el tiempo que viven los adolescentes, insertos en procesos vertiginosos de desterritorialización de la experiencia y la identidad, y atrapados en una contemporaneidad que confunde los tiempos, debilita el pasado y exalta el no-futuro fabricando un presente continuo: hecho a la vez de las discontinuidades de una temporalidad cada día más instantánea, y del flujo incesante y emborrachador de informaciones e imágenes?. ¿Está la educación haciéndose cargo de esos interrogantes? y si no lo está haciendo, ¿cómo puede pretender ser hoy un verdadero espacio social y cultural de apropiación de conocimientos?

2. Descentramiento del libro y desordenamiento cultural

Más que buscar su nicho en el campo cultural ilustrado y legitimado, la nueva cultura, o quizá mejor el malestar en la cultura que experimentan los más jóvenes, desdibuja ese campo desde la radicalizada experiencia de desenclaje[9] que la modernidad produce sobre las particularidades de los hábitos, las mentalidades y las prácticas locales. Pese a la postfigurativa posición de los adultos, aún convencidos de que los cambios que viven los jóvenes son, como lo fueron siempre, “una fiebre pasajera”, hoy vemos emerger una generación “cuyos sujetos no se constituyen a partir de identificaciones con figuras, estilos y prácticas de añejas tradiciones que definen la cultura sino a partir de la conexión-desconexión (juegos de interfaz) con los aparatos”[10]. Lo que, de un lado, introduce discontinuidades que rompen escandalosa o secretamente –gustos vestimentarios, musicales, alimenticios, modos de hablar, la relación con los mayores, comportamientos sexuales– con los condicionamientos del origen social o del contexto familiar. Nos encontramos ante sujetos dotados de una elasticidad cultural que, aunque se asemeja a una falta de forma, es más bien apertura a muy diversas formas, y de una “plasticidad neuronal” que les permite una camaleónica adaptación a los más diversos contextos y una enorme facilidad para los “idiomas” de la tecnología. Aprenden a hablar en inglés en programas de televisión captados por parabólica, disponen de una velocidad de percepción y articulación, especialmente de imágenes, que parece responder a la vez al sensorium moderno que W. Benjamin vio emerger en el paseante de las avenidas de la gran ciudad[11]y a las sensibilidades postmodernas de las efímeras tribus en la ciudad estallada o a las virtuales comunidades cibernéticas. Discontinuidades y también continuidades, deslocalizaciones y también arraigos: nuevas formas de juntarse en la ciudad, en el barrio, en la pandilla. Y en la música, especialmente en esa vieja/nueva cultura del rock en que se mezclan desazón moral y estéticas de lo desechable, nuevas sonoridades, ruidos, estridencias y ritmos de la ciudad junto a la experiencia cotidiana de la violencia, el anonimato y la sociedad hostil.
Radicalizado ese descentramiento, la televisión introduce un desorden cultural que plantea retos de fondo a la familia y a la escuela. A la familia porque mientras el texto escrito creó espacios de comunicación exclusiva entre los adultos instaurando una marcada segregación entre adultos y niños, la televisión cortocircuita los filtros de la autoridad parental transformando los modos de circulación de la información en el hogar. “lo que hay de verdaderamente revolucionario en la televisión es que ella permite a los más jóvenes estar presentes en las interacciones entre adultos (…) Es como si la sociedad entera hubiera tomado la decisión de autorizar a los niños a asistir a las guerras, a los entierros, a los juegos de seducción, los interludios sexuales, las intrigas criminales. La pequeña pantalla les expone a los temas y comportamientos que los adultos se esforzaron por ocultarles durante siglos”[12]. Al no depender su uso de un complejo código de acceso como el del libro, la televisión expone a los niños, desde que abren los ojos, al mundo antes velado de los adultos. Pero al dar más importancia a los contenidos que a la estructura de las situaciones seguimos sin comprender el verdadero papel que la televisión está teniendo en la reconfiguración del hogar. Y los que entrevén esa perspectiva se limitan a cargar a la cuenta de la televisión la incomunicación que padece la institución familiar: como si antes de la televisión la familia hubiera sido un remanso de comprensión y de diálogo. Lo que ni padres ni psicólogos se plantean es por qué mientras los niños siguen gustando de libros para niños prefieren –en porcentajes del 70% o más según las investigaciones realizadas en todos los países– prefieren los programas de televisión para adultos. Cuando ahí es donde se esconde la pista clave: mientras el libro disfraza su control –tanto sobre el que él se ejerce como el que a través de él se realiza– tras su estatuto de objeto distinto y de la complejidad de los temas y del vocabulario, el control de la televisión no admite disfraces haciendo explícita la censura. La que, de una parte, devela los mecanismos de simulación que sostienen la autoridad familiar, pues los padres juegan en la realidad papeles que la televisión desenmascara: en ella los adultos mienten, roban, se emborrachan, se maltratan… Y de otra, el niño no puede ser culpabilizado por lo que ve (como sí lo es por lo que clandestinamente lee) pues no fue él quien trajo subrepticiamente el programa erótico o violento a la casa. La televisión desordena las secuencias del aprendizaje por edades/etapas, ligadas al proceso escalonado de la lectura, y las jerarquías basadas en la “polaridad complementaria” entre hechos y mitos: mientras la cotidiana realidad está llena de fealdades y defectos, los padres de la patria que nos cuentan los libros son héroes sin tacha, valientes, generosos, ejemplares; y lo mismo los padres de la casa: también en los libros para niños aparecen honestos, abnegados, trabajadores, sinceros. De una manera oscura los padres captan lo que pasa pero no entienden su calado, porque ni los niños “ahora saben demasiado”, ni viven cosas que no “son para su edad”. Durante la Edad Media los niños vivían revueltos con los adultos en el trabajo, en la taberna, hasta en la cama. Es sólo a partir del siglo XVII[13], cuando el declive de la mortalidad infantil se cruza, en las clases medias y altas, con un aprendizaje por libros –que sustituye al aprendizaje por prácticas– cuando emerge la infancia “como un mundo aparte”. La televisión ha puesto por fin a esa separación social, y es ahí donde cala la honda desazón que produce su desorden cultural.
El estallido de las fronteras espaciales y sociales que la televisión introduce en el hogar des-localiza los saberes y des-legitima sus segmentaciones. Ello modifica tanto el estatuto epistemológico como institucional de los lugares de saber y de las figuras de la razón. No es extraño que el imaginario de la televisión sea asociado a las antípodas de los valores que definen en la escuela: larga temporalidad, sistematicidad, trabajo intelectual, valor cultural, esfuerzo, disciplina. Pero al ser acusada por la escuela de todos los males y vicios que acechan a la juventud, la televisión devela lo que ésta cataliza de cambios en la sociedad: desplazamientos de las fronteras entre razón e imaginación, entre saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber experto y experiencia profana. Lo que a su vez conecta las nuevas condiciones del saber –esas que constituyen para Lyotard el fondo de la marejada que llama la postmodernidad, lo que ella tiene de cambio de época[14] con las nuevas figuras de la socialidad[15]. Desplazamientos y conexiones que empezaron a hacerse institucionalmente visibles en los movimientos del 68 desde París a Berkeley pasando por Ciudad de México. Entre lo que dicen los grafittis “la poesía está en la calle”, “la ortografía es una mandarina” , “hay que explotar sistemáticamente el azar”, “la inteligencia camina más que el corazón pero no va tan lejos”[16] y lo que cantan los Beatles –necesidad de explorar el sentir, de liberar los sentidos, de hacer estallar el sentido–, entre las revueltas de los estudiantes y la confusión de los profesores, y en la revoltura que esos años producen entre libros, sonidos e imágenes, emerge un proyecto pedagógico que cuestiona radicalmente el carácter monolítico y transmisible del conocimiento que revaloriza las prácticas y las experiencias, que alumbra un saber mosaico hecho de objetos móviles y fronteras difusas, de intertextualidades y bricolages. Y es en ese proyecto de saber donde comienza a abrirse camino a la posibilidad de dejar de pensar antagónicamente escuela y medios audiovisuales. Pues si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Y ello no es reducible al hecho tecnológico pues “es toda la axiología de los lugares y las funciones de las prácticas culturales de memoria de saber, de saber, de imaginario, y creación la que hoy conoce una seria reestructuración”: la visualidad electrónica ha entrado a formar parte constitutiva de la visualidad cultural, esa que es a la vez entorno tecnológico y nuevo imaginario “capaz de hablar culturalmente –y no sólo de manipular tecnológicamente–, de abrir nuevos espacios y tiempos para una nueva era de lo sensible”[17]. Esa que empieza en la televisión y continúa en el computador y el hipertexto multimedia.

3. De la magia de la imagen al pensamiento visual

En el principio fue la palabra, dice la Biblia, en el principio fue el gesto, dicen los antropólogos, en el principio fue la imagen, dice el psicoanálisis: primero fantasma y después trazo, figura[18]. En todo caso, desde el principio la imagen fue a la vez medio de expresión, de comunicación y también de adivinación e iniciación, de encantamiento y curación. Es desde su estructural infancia –infans significa no habla– que la imagen resiste a ser legible: "más orgánica que el lenguaje, la imaginería procede de otro elemento cósmico cuya misma alteridad es fascinante"[19]. De ahí su condena platónica al mundo del engaño, su reclusión/ confinamiento en el campo del arte, y su asimilación a instrumento de manipuladora persuasión contagiosa, ideológica. En una civilización logocéntrica[20] la imagen no puede sino sucedáneo, simulacro o maleficio. No pertenece al orden del ser sino de la apariencia, ni al orden del saber sino de la engañosa opinión. Y su sentido estético está siempre impregnado de residuos mágicos o amenazado de travestismos del poder, político o mercantil.
Es contra toda esa larga y pesada carga de sospechas y descalificaciones que se abre paso a una mirada nueva que, de un lado rescata la imagen como lugar de una estratégica batalla cultural, y de otro descubre la envergadura de su mediación cognitiva en la lógica tanto del pensar científico como técnico.
¿Cómo puede entenderse el descubrimiento, la conquista, la colonización y la independencia del Nuevo Mundo por fuera de la guerra de imágenes que todos esos procesos movilizaron? se pregunta Serge Gruzinski[21]. ¿Cómo pueden comprenderse las estrategias del dominador o las tácticas de resistencia de los pueblos indígenas desde Cortés hasta la guerrilla zapatista sin hacer la historia que nos lleva de la imagen didáctica franciscana al barroco de la imagen milagrosa, y de ambas al manierismo heroico de la imaginería libertadora, al didactismo barroco del muralismo y a la imaginería electrónica de la telenovela? ¿Cómo penetrar en las oscilaciones y alquimias de las identidades sin auscultar la mezcla de imágenes e imaginarios desde los que los pueblos vencidos plasmaron sus memorias e inventaron una historia propia?
Recorriendo la historia mexicana, Gruzinski responde a esas preguntas, y hay en ella dos momentos que desbordan las peculiaridades mexicanas iluminando los escenarios latinoamericanos en que se libra la batalla cultural. El primero se sitúa entre la desconfianza y el ascetismo de los franciscanos, cuyo didactismo trata de conjurar el uso mágico y fetichista que el pueblo tendía a hacer de las imágenes, y la explotación que los jesuitas hacen de las potencias visionarias y las capacidades taumatúrgicas de la imagen…milagrosa. En la que se produce el ejemplo más denso y espléndido de la guerra de ciframientos y resignificaciones de que está hecha la historia profunda de estos países. Abiertos a la novedad del mundo americano, los jesuitas no le temen a la hibridación cultural –que aterraba a los franciscanos– y no sólo permiten sino que alientan las experiencias visionarias, las conexiones de la imagen con el sueño y el milagro, la irrupción de lo sobrenatural en lo surreal humano. Pero los indígenas, por su parte, aprovechan la experiencia de simulación que contenía la imagen barroca para insertarle un relato otro, hecho de combinaciones y usos que desvían y pervierten, desde dentro la lectura que imponía el relato de la iglesia. El sincretismo de simulación/ subversión cultural que contiene la imagen milagrosa de la Virgen Guadalupana ha sido espléndidamente descifrado por O. Paz y R. Bartra[22]. Pero la guerra de imágenes que pasa por ese ícono no queda sólo entre la aparecida del Tepeyac, la diosa de Tonantzin y la Malinche, sino que continúa produciéndose hoy en las hibridaciones iconográficas de un mito que reabsorbe el lenguaje de las historietas impresas y televisivas fundiendo a la Guadalupana con el hada madrina de Walt Disney, la Heidi japonesa y hasta con el mito de la Mujer Maravilla[23]. Eso del lado de las imágenes populares porque también del lado culto el pintor Rolando de la Rosa expuso en el Museo de Arte Moderno (1987) una Virgen de Guadalupe con el rostro de Marilyn Monroe. Blasfemia que en cierto modo empata con la que paradójicamente subyace al lugar que la Guadalupana conserva en la Constitución de 1873, que consagra al mismo tiempo su día como fiesta patria y la más radical separación entre Iglesia y Estado, o en la solemne coronación de 1895 durante el gobierno laicista de Porfirio Díaz.
El segundo escenario reúne tres actores: el barroco popular que del siglo XVIII al XIX despliega “un pensamiento plástico frente al que las elites sólo tendrán indiferencia, silencio o desprecio”[24], que es el de los santuarios rurales de Tepalcingo y Tonantzintla; el muralismo que de Orozco y Rivera a Sequeiros resignifica en un discurso socialista el didactismo de los misioneros franciscanos y el barroquismo visionario de los jesuitas, el discurso ideológico y el impulso utópico; y tercer actor, la recuperación de los imaginarios populares en las imaginerías electrónicas de Televisa, en las que el cruce de arcaísmos y modernidades que hacen su éxito no es comprensible sino desde los nexos que enlazan las sensibilidades a un orden visual social en el que las tradiciones se desvían pero no se abandonan, anticipando en las transformaciones visuales experiencias que aún no tienen discurso ni concepto. El actual desorden postmoderno del imaginario de construcciones, simulacros, descontextualizaciones, eclecticismos remite al dispositivo barroco (o neobarroco como diría Calabrese[25]) “cuyos nexos con la imagen religiosa anunciaban el cuerpo electrónico unido a sus prótesis tecnológicas, walkmans, videocaseteras, computadoras”[26].
Hablar de pensamiento visual resulta aún demasiado chocante a los racionalistas y ascéticos oídos que todavía ordenan el campo de la educación. Los prejuicios son tantos y tan hondos que tornan sospechosa y llena de malentendidos cualquier empresa de cuestionamiento y replanteamiento. Confundido de un lado con la mentalidad mercantil del “una imagen vale más que mil palabras”, y del otro con las identificaciones primarias y las proyecciones irracionales[27], las manipulaciones consumistas y la simulación política[28], el mundo de la imagen se situaría en las antípodas de la producción de conocimiento, esto es en el espacio y tiempo de la diversión y el espectáculo[29]. Pero desde la historia del arte, primero, desde la semiótica y el psicoanálisis después, y también desde la fenomenología y la epistemología, la imagen está siendo reubicada en la complejidad de sus relaciones con el pensamiento. Edwin Panofsky investiga pioneramente las secretas conexiones que ligan las formas y los estilos con los mapas mentales de su tiempo[30]. Así la imposibilidad medieval de la perspectiva pictórica respondía a la ausencia de la distancia intelectual que exigía la moderna idea de historia. El análisis iconológico da cuenta justamente del paso de la iconografía de los motivos o las alegorías, que representan los cuadros o los edificios, a la comprensión de los conceptos y los esquemas mentales que organizan la selección de los motivos y la composición de las formas pictóricas o arquitectónicas. Investigando el orden visual de Quattrocento, Pierre Francastel va más lejos: en lugar de la correspondencia de las formas con las cosas vistas, la pintura anticipa las estructuras del ver, pertenecientes a la vez al orden de la percepción y del pensamiento de una época, que después racionalizará y utilizará la ciencia[31]. Ernest Gombrich estudia la configuración de la mirada que tematiza y textualiza la imagen “un cuadro es una hipótesis que contrastamos al mirarlo”desde la perspectiva psicológica de la gestalt, es decir de la actividad cognitiva de la percepción en la construcción de la imagen[32].
La investigación sociosemiótica de la imagen ha hecho pensable su espesor significante, la materialidad de la experiencia social que carga las formas, los colores y las técnicas[33], la relación constitutiva de las mediaciones tecnológicas con los cambios en la discursividad, con las nuevas competencias de lenguaje, desde los trazos mágico-geométricos del homo pictor al sensorium laico que “revela” el grabado o la fotografía, y los nuevos relatos que inauguran el cine y el video[34]. Pero también la sociosemiótica explora el vaciado de sentido que sufre la imagen sometida a la lógica de la mercancía y el espectáculo: en la indiferencia y la insignificancia que corroen el campo del arte mientras se produce una estetización banal de la vida toda y una proliferación de imágenes en las que no hay nada que ver[35]; en el debilitamiento y fragilidad de lo real que produce un discurso de la información visual en el que la sustitución de la cifra simbólica, que anudaba los tiempos del pasado y el presente, por la fragmentación que exige el espectáculo, transforma el deseo de saber en mera pulsión de ver[36]; en el primado del objeto sobre el sujeto que realiza el discurso publicitario a través de la imagen convertida en estrategia de seducción y obscenidad, esto es puesta en escena de una liberación perversa del deseo cuyo otro no es más que el simulacro fetichista de un sujeto devenido el mismo objeto[37].
La perspectiva epistemológica tiene su más explícito y espléndido punto de partida en la obra filosófica de M. Merleau-Ponty primero sobre la percepción, luego sobre la pintura de Cézanne y finalmente sobre la relación de lo visible a lo invisible[38]. Hay un saber del cuerpo que no es pensable desde la conciencia en que se representa el mundo pero que es accesible a la experiencia originaria en que se constituye el mundo del hombre, el interfaz entre la percepción y la expresión. Constituido en punto de vista desde el que mundo toma sentido, el cuerpo deja de ser el instrumento de que se sirve la mente para conocer y se convierte en el lugar desde el que veo y toco, o mejor desde el que siento cómo el mundo me toca. Ese carácter libidinal y no geométrico de la percepción humana –“estamos hechos de la carne del mundo”– es el que Merleau-Ponty encuentra plasmado en la pintura de Cézanne, la primera en “resolver” el antagonismo tanto racionalista como empirista entre la sensación y el pensamiento. Cézanne se ha negado a escoger entre la forma (de los renacentistas) y el color (de los impresionistas) entre el orden y el caos para poder “pintar la materia en el trance de darse forma, haciéndonos visible el incesante nacer del mundo”. Pero el mundo “que es lo que vemos”, no se nos revela sin embargo más que si aprendemos a verlo. Paradoja del pensamiento occidental que opone el indispensable aprendizaje del leer a su no necesidad para saber ver, pues ese pensamiento desconoce el saber del ver, esto es su modo peculiar de ponernos a pensar, o mejor de darnos qué pensar: la secreta conexión en la visión de lo sensible y lo inteligible, de lo visible y lo invisible.
La revaloración cognitiva de la imagen pasa paradójicamente por la crisis de representación. Y a examinar esa crisis dedicó M. Foucault su libro “Las palabras y las cosas”. El análisis se inicia con la lectura de un cuadro de Velásquez, Las Meninas, lectura que nos propone tres pistas. Puesto que estamos ante un cuadro en el que un pintor nos contempla, lo que en verdad vemos es el revés del cuadro que el pintor pinta, y es en ese revés donde somos visibles nosotros. Segunda, lo que podemos decir del cuadro no habla de lo que vemos porque “la relación del lenguaje a la pintura es infinita. No porque la palabra sea imperfecta sino porque son irreductibles la una a la otra. Lo que se ve no se aloja, no cabe jamás en lo que se dice”[39]. Tercera, la esencia de la representación no es lo que da a ver sino la invisibilidad profunda desde la que vemos, y ello a pesar de lo que creen decirnos los espejos, las imitaciones, los reflejos, los engaña-ojo. Pues ya no es, como en el pensamiento clásico, el desciframiento de la semejanza en su juego de signos, en su capacidad de vecindad, imitación, analogía o empatía, la que hace posible el conocimiento. Ni tampoco la hermenéutica de la escritura, que domina desde el Renacimiento en un reenvío de lenguajes –de la Escritura a la Palabra– que coloca en el mismo plano las palabras y las cosas, el hecho, el texto y el comentario. A partir del siglo XVII el mundo de los signos se espesa, e inicia la conquista de su propio estatuto poniendo en crisis su subordinación a la representación tanto del mundo como del pensamiento. Y en el paso del siglo XVIII al XIX por primera vez en la cultura occidental “la vida escapaba a las leyes generales del ser tal y como se daba en el análisis de la representación”; y con la vida, el trabajo transforma el sentido de la riqueza en economía, y también el lenguaje se “libera”para enraizarse en su materialidad sonora y en su expresividad histórica, la “expresividad de un pueblo”. El fin de la metafísica da la vuelta al cuadro: el espejo en que al fondo de la escena se mira el rey, al que el pintor mira, se pierde en la irrealidad de la representación. Y en su lugar emerge el hombre vida-trabajo-lenguaje. Y es a partir de la trama significante que tejen las figuras las figuras y los significantes (las imágenes y las palabras) y de la eficacia operatoria de los modelos, como se hace posible ese saber que hoy denominamos ciencias humanas.
Es justamente en el cruce de los dos dispositivos señalados por Foucault –economía discursiva y operatividad lógica– donde se sitúa la nueva discursividad constitutiva de la visibilidad y la nueva identidad lógico-numérica de la imagen. Estamos ante la emergencia de “otra figura de la razón”[40] que exige pensar la imagen, de una parte, desde su nueva configuración sociotécnica –el computador no es un instrumento con el que se producen objetos, sino un nuevo tipo de tecnicidad que posibilita el procesamiento de informaciones, y cuya materia prima son abstracciones y símbolos, lo que inaugura una nueva aleación de cerebro e información, que sustituye a la del cuerpo con la máquina–; y de otra, desde la emergencia de un nuevo paradigma del pensamiento que rehace las relaciones entre el orden de lo discursivo (la lógica) y de lo visible (la forma), de la inteligibilidad y la sensibilidad. El nuevo estatuto cognitivo de la imagen se produce a partir de su informatización, esto es de su inscripción en el orden de lo numerizable, que es del orden del cálculo y sus mediaciones lógicas: número, código, modelo. Inscripción que no borra sin embargo ni la figura ni los efectos de la imagen –el erotismo o la pornografía vía internet funcionan– pero esa figura y efecto remiten ahora a una economía informacional que reubica la imagen en las antípodas de la ambigüedad estética y la irracionalidad de la magia o la seducción. El proceso que ahí llega entrelaza un doble movimiento. El que prosigue y radicaliza el proyecto de la ciencia moderna –Galileo, Newton– de traducir/ sustituir el mundo cualitativo de las percepciones sensibles por la cuantificación y la abstracción lógico-numérica, y el que reincorpora al proceso científico el valor informativo de lo sensible y lo visible. Una nueva episteme cualitativa abre la investigación a la intervención constituyente de la imagen en el proceso del saber: arrancándola a la sospecha racionalista, la imagen es percibida por la nueva episteme como posibilidad de experimentación/ simulación que potencia la velocidad del cálculo y permite inéditos juegos de interfaz, esto es de arquitecturas de lenguajes. Virilio denomina "logística visual"[41] a la remoción que las imágenes informáticas hacen de los límites y funciones tradicionalmente asignados a la discursividad y la visibilidad, a la dimensión operatoria (control, cálculo y previsibilidad), la potencia interactiva (juegos de interfaz) y la eficacia metafórica (traslación del dato cuantitativo a una forma perceptible: visual, sonora, táctil). La visibilidad de la imagen deviene legibilidad[42], permitiéndole pasar del estatuto de "obstáculo epistemológico" al de mediación discursiva de la fluidez (flujo) de la información y del poder virtual de lo mental.

4. La escuela: entre el palimpsesto y el hipertexto

Antes que una cuestión de medios el nuevo escenario comunicativo debería ser para la educación una cuestión de fines: ¿qué transformaciones necesita la escuela para encontrarse con su sociedad?. Porque de lo contrario la mera introducción de medios y tecnologías de comunicación en la escuela puede ser la más tramposa manera de ocultar sus problemas de fondo tras la mitología efímera de su modernización tecnológica. El problema de fondo es cómo insertar la escuela en un ecosistema comunicativo[43], que es a la vez experiencia cultural, entorno informacional y espacio educacional difuso y descentrado. Y cómo seguir siendo en ese nuevo escenario el lugar donde el proceso de aprender guarde su encanto: a la vez rito de iniciación en los secretos del saber y desarrollo del rigor de pensar, del análisis y la crítica, sin que lo segundo implique renunciar al goce de crear. Ubicada en esa perspectiva la relación educación/ comunicación se desdobla en ambos sentidos: ¿qué significan y qué retos plantean a la educación los cambios en la comunicación?, ¿qué tipo de educación cabe en el escenario de los medios?
Más que un conjunto de nuevos aparatos, de maravillosas máquinas, la comunicación designa hoy un nuevo sensorium (W. Benjamín): nuevas sensibilidades, otros modos de percibir, de sentir y relacionarse con el tiempo y el espacio, nuevas maneras de reconocerse y de juntarse. Los medios de comunicación y las tecnologías de información significan para la escuela en primer lugar eso: un reto cultural, que hace visible la brecha cada día más ancha entre la cultura desde la que enseñan los maestros y aquella otra desde la que aprenden los alumnos. Pues los medios no sólo descentran las formas de transmisión y circulación del saber sino que constituyen un decisivo ámbito de socialización, de dispositivos de identificación/ proyección de pautas de comportamiento, estilos de vida y patrones de gustos[44]. Es sólo a partir de la asunción de la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura que la escuela puede insertarse en los procesos de cambio que atraviesa nuestra sociedad. Para lo cual la escuela debe interactuar con los campos de experiencia en que hoy se procesan los cambios: desterritorialización/ relocalización de las identidades, hibridaciones de la ciencia y el arte, de las literaturas escrituras y las audiovisuales, reorganizando los saberes desde los flujos y redes por los que hoy se moviliza no sólo la información, sino el trabajo y la creatividad, el intercambio y la puesta en común de proyectos, de investigaciones, de experimentaciones estéticas. Y por lo tanto interactuar con los cambios en el campo/ mercado profesional, es decir con las nuevas modalidades que el entorno informacional posibilita, con los discursos y relatos que los medios masivos movilizan y con las nuevas formas de participación ciudadana que ellos abren especialmente en la vida local. Pero esa interacción exige superar radicalmente la concepción instrumental de los medios y las tecnologías de comunicación que predominan no sólo en las prácticas de la escuela, sino en los proyectos educativos de los ministerios y hasta en los discursos de la UNESCO. En esa concepción los medios son mirados como herramientas completamente exteriores al proceso pedagógico mismo, capaces únicamente de modernizar, esto es de ampliar la cobertura de transmisión y tecnificar la ilustración de lo que se transmite y de amenizar la inercia que erosiona tanto el sistema educativo (a pesar de la acumulación de reformas que los sucesivos gobiernos introducen sin que en el fondo nada cambie) como la autoridad y las prácticas cotidianas de maestros y alumnos. Concepción que se basa en, y retroalimenta, la praxis comunicacional de una escuela que aún se piensa así misma como mera retransmisora de saberes a memorizar y reproducir. Y de ese modo una educación que ve en los medios sus peores enemigos acaba siendo su más perversa aliada: por más escandaloso que suene, lo cierto es que nada empuja más a los adolescentes a dejarse absorber por los medios que la abismal distancia entre la actividad, diversidad, curiosidad, actualidad, apertura de fronteras que dinamizan hoy el mundo de la comunicación, y la pasividad, uniformidad, redundancia, anacronía, provincianismo que lastran desde dentro el modelo y el proceso escolar. Un modelo que al enfrentar cotidianamente a los alumnos a un discurso maniqueo y esquizoide –la escuela “último baluarte” del libro y por tanto de la reflexión, del argumento, y la independencia de pensamiento, frente a unos medios, en especial a los audiovisuales, que no producen sino masificación, conformismo y consumismo– está acarreando un serio proceso de marginación sociocultural: pues al no preparar sino para su “cultura normalizada” la escuela deja a los sectores más pobres sin la menor posibilidad de aprovechar tanto la oralidad como experiencia cultural primaria, que constituye su modo propio de comunicación y organización perceptiva y expresiva del mundo, como esa otra cultura de la visualidad electrónica, forma de “oralidad secundaria”[45] que gramaticalizan y semantizan los medios y tecnologías de comunicación. Cuando es ahí, en la complicidad/ compenetración entre esas dos culturas –oral y visual– por donde pasa la especificidad de la experiencia colectiva de modernidad en Latinoamericana[46]. Cómo puede la escuela insertarse en la complejidad de mestizajes –de tiempos y memorias, imaginarios y culturas– anclada únicamente en la modernidad letrada e ilustrada, cuando en nuestros países la dinámica de las transformaciones que calan en la cultura cotidiana de las mayorías provienen básicamente de la desterritorialización y las hibridaciones que agencian los medios masivos y de “la persistencia de estratos profundos de la memoria colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración modernizadora comporta?”[47].
Un uso creativamente pedagógico y crítico de los medios –televisión, vídeo, computador, multimedia, internet– sólo es posible en una escuela que transforme su modelo y su praxis de comunicación: que haga posible el tránsito de un modelo centrado en la secuencia lineal que encadena unidireccionalmente materias, grados, edades y paquetes de conocimientos, a otro descentrado y plural, cuya clave es el “encuentro” del palimpsesto –ese texto en el que el pasado borroso emerge en las entrelíneas que escriben el presente– y el hipertexto: escritura no secuencial sino montaje de conexiones en red que al permitir una multiplicidad infinita de recorridos transforma la lectura en escritura. Potenciando la figura y el oficio del educador, que de mero retransmisor de saberes se convierte en formulador de problemas, provocador de interrogantes, coordinador de equipos de trabajo, sistematizador de experiencias, memoria viva de la institución que hace relevo y posibilita el diálogo entre generaciones. En una escuela así hasta ese medio que representa la paralización mental, el secuestro de la imaginación y la consagración de la banalidad, la televisión, puede convertirse, de un lado en “terminal cognitivo” cuya fragmentación y flujo exigen un nuevo modo de leer, capaz no solo de apropiarse críticamente de los contenidos que transmite sino de descifrar los cambios en la experiencia social y en la narratividad cultural que ese medio cataliza[48]. Y en segundo lugar, la televisión le interesa a la escuela menos como motivación que como dispositivo específico de aprendizaje: aprender de las imágenes en lugar de aprender por la imagen: la estructura del discurso audiovisual como proceso performativo, esto es “ni de condicionamiento ni de identificación sino de estructuración del pensamiento”[49]. Y específico también en otro sentido, el que permite explorar su capacidad de proveer temáticas para la interacción social, de abrir a otros modos de saber, adquisición de actitudes, de estimulación imaginativa y afectiva[50].
La otra vertiente de la relación comunicación/ educación, la presencia de programas educativos en los medios, sólo va a ser evocada aquí pues ella exigiría una reflexión del tamaño y densidad dedicada a la anterior. Desde el punto de vista histórico la radio fue el primer medio con “vocación pedagógica”[51], y de ello tiene Colombia una experiencia pionera en sus aciertos y fracasos: Radio Sutatenza. Por su parte, la televisión nace en muchos países, desde Estados Unidos a Europa pasando por los nuestros, como proyecto de “educación cultural y popular”, pensada desde un modelo de comunicación pedagógica en la cual los tele-espectadores eran los alumnos y los productores eran los maestros[52]. Es decir fue la escuela la que le prestó a la televisión su paradigma de comunicación, iluminista y conductista, entre un polo emisor que detenta y transmite el saber, y un polo receptor convocado únicamente a captar el mensaje pedagógico y a reproducirlo de la manera más fiel posible. Consecuencia: el lenguaje de la televisión se subordina miméticamente a cumplir el viejo rol de ilustrador en imágenes de los contenidos didácticos, lenguaje vigilado estrechamente por los educadores que desconfían de la polisemia distractora, y desaprovechado tanto estética como narrativamente[53].Un segundo momento va a permitir a la televisión educativa sacudirse la subordinación mecánica al modelo de comunicación transmisiva y liberar hasta un cierto punto las posibilidades pedagógico-expresiva propias de ese medio. Ello sucede especialmente en la “educación continuada”[54] de adultos, que al abordar un aprendizaje casi desescolarizado de oficios y de capacitación en proyectos sociales y de renovación tecnológica posibilitaba una diversificación de enfoques y una mayor especialización del discurso audiovisual. El momento actual inscribe a la televisión educativa en un complejo conjunto de movimientos: de privatización de la mayoría de las cadenas públicas en Europa y América Latina de concentración creciente del sector de producción de programas y su compra o anexión por parte de grandes conglomerados económicos de comunicación unos y de producción industrial en general otros, pero también de expansión y fortalecimiento de los canales locales de televisión comunitaria o municipal, de crecimiento de los productores y redes independientes de video[55]. De ahí que la televisión educativa se pluralice en una multiplicidad de modelos[56]. La televisión escolar de “enriquecimiento”, cuyo objetivo es proporcionar sensibilizaciones, ayudas o refuerzos, al trabajo del maestro en el aula. La televisión de “enseñanza directa” o “distancia” que sustituye al aula y que, aunque organizada curricularmente en su estructura y contenidos, introduce la autonomía de la televisión como medio de instrucción y formación instituyendo una permanente interacción con los telealumnos. La televisión de “contexto” se inserta explícitamente en la televisión-proyecto cultural que rebasa lo curricular en la diversidad y libertad de sus temas a la vez que expande su tecnicidad hacia la organización multimedia, experimentando y potenciando al máximo las formas de interactividad, no sólo como estrategia estrictamente pedagógica sino de educación ciudadana, esto es de participación y expresión de la comunidad, y de innovación cultural que busca en la experimentación del lenguaje audiovisual catalizar los nuevos modos de ver y oír, de leer y narrar.

Notas:
[1] M. Mead, Cultura y compromiso, Granica, Buenos Aires, 1971.
[2] J. C. Tudesco, Situación de la Educación en América Latina, en Educación y Comunicación, Turner, Madrid, 1989.
[3] J. J. Brunner, El nuevo pluralismo educacional en América Latina, Flacso, Santiago, 1991.
[4] M. McLuhan, La Galaxia Gutenberg, Planeta-Agostini, Barcelona, 1981.
[5] J. Meyrowitz, La télévisión et l’ integración des enfants : la fin du secret des adultes, in « Reseaux » Nº 74, ps. 55-88, París, 1995.
[6] M. de Certeau, L’ invention du quotidien, p. 289, U. G. E-10/18, París, 1980.
[7] R. Debray, Vida y muerte de la imagen. Historia de la imagen en Occidente, Paidós, Barcelona, 1992.
[8] J. J. Brunner, Fin o metamorfosis de la escuela, en “David y Goliat” Nº 58, p. 60, el paréntesis es nuestro, Buenos Aires, 1991.
[9] A. Giddens, Consecuencias de la modernidad, p. 32 y ss., Alianza, Madrid, 1994.
[10] S. Ramírez/ S. Muñoz, Trayectos del consumo, p. 60, Informe de investig. Univalle Calli, 1995; S. Ramírez, Cultura, tecnología y sensibilidades juveniles en “Nómadas” Nº 4, Bogotá, 1996.
[11] W. Benjamin, Iluminaciones 2, p. 49 y s., Taurus, Madrid, 1980.
[12] Meyrowitx, obra citada, p. 62.
[13] Ph. Aries, L’ Enfant et la vie familiale sous l’ Ancien Regime, Plon, París, 1960.
[14] El libro eje del debate: J. F. Lyotard, La condición postmoderna, tiene como subtítulo Informe sobre el saber, Cátedra, Madrid, 1984. Ver a ese propósito: G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona,
[15] Ver a ese propósito: G. Vattimo, La sociedad transparente, Paidós, Barcelona, 1980; M. Maffesoli, El tiempo de las tribus, Icaria, Barcelona, 1990.
[16] J. Cortázar recoge esos graffiti en Noticias del mes de mayo, Casa de las Américas-Diez años, p. 246 y ss. La Habana, 1970.
[17] A. Renaud, Videoculturas de fin de siglo, p. 17, Cátedra, Madrid, 1990.
[18] A. Leroi-Gouthan, El gesto y la palabra, Univ. Central, Caracas, 1971; Ch. Metz, Le signifiant imaginaire. Psychanalyse et cinéma, U.G.E., París; R. Gubern, La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, Akal, 89.
[19] R. Debray, obra citada, p. 53.
[20] A ese respecto: J. Derrida, De la Gramatología, p. 11 y ss., Siglo XXI, B.A. 1971.
[21] S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a ‘Blade Runnero’, F.C.E., México, 1994.
[22] O. Paz, El laberinto de la soledad, F.C.E., México, 1978; R. Bartra, La jaula de la melancolía, Grijalbo, México, 1985.
[23] M. Zires, Cuando Heidi, Walt Disney y Marilyn Monroe hablan por la Virgen de Guadalupe, en "Versión" N° 4, ps. 57-93, México, 1992.
[24] S. Gruzinski, obra citada, p. 204.
[25] O. Calíbrese, La era neobarroca, Cátedra, Madrid, 1989.
[26] S. Gruzinski, obra citada, ps. 213- 214.
[27] A. Novaes y otros, Rede imaginaria. Televisao e democracia, Companhia das Letras, Sao Paulo.
[28] J. Baudrillard, A la sombra de las mayorías silenciosas, Kairos, Barcelona, 1976.
[29] N. Postman, Divertirse hasta morir, Ed. de la Tempestad, Barcelona, 1991.
[30] E. Panofsky, Estudios sobre iconología, Alianza, Madrid, 1972.
[31] P. Francastel, La figura y el lugar, Monte Ávila, Caracas, 1969.
[32] E. Gombrich, La imagen y el ojo, Alianza; Madrid, 1987; Lo que nos dice la imagen, Norma, Bogotá, 1993.
[33] J. Berger, Modos de ver, G. Gilli, Barcelona, 1974.
[34] R. Gubert, La mirada opulenta: exploración de la iconósfera contemporánea, G. Gilli, Barcelona, 1987; VV.AA. Videoculturas de fin de siglo, Cátedra, Madrid, 1990.
[35] J. Baudrillard, La transparencia del mal, Anagrama, Barcelona, 1991.
[36] J. González Requena, El espectáculo informativo, Akal, Barcelona, 1986.
[37] J. Baudrillard, El espectáculo informativo, Akal, Barcelona, 1986.
[38] M. Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception, Gallimard, París, 1945; Le doute de Cézanne, in Sens non sens, Nagel, París, 1966; Le visible et l’ invisible, Gallimard, París, 1964.
[39] M. Foucault, Les mots et les choses, p. 25, Gallimard, París, 1966.
[40] A. Renaud, L’ image: de l’ économie informationelle à la penseé visuelle, in « Reseau » Nº 74, p. 14 y ss. París, 1995.
[41] P. Virilio, La máquina de visión, p. 81, Cátedra, Madrid, 1989.
[42] G. Lascaut y otros, Voir, entendre, U.G.E. 10/18, París, 1976; J. L. Carrascosa, Quimeras del conocimiento. Mitos y realidades de la inteligencia artificial, Fundesco, Madrid, 1992.
[43] J. L. Rodríguez Illera (Comp.), Educación y comunicación, Paidós, Barcelona, 88.
[44] El aporte latinoamericano a la reflexión e investigación en este campo, un panorama: M.M. Krohling Kunsch (Org.), Comunicaço e educaçao: caminhos cruzados, AEC/Loyola, Sao Paulo, 1986; V. Fuenzalida (de.) Educación para la comunicación televisiva, Ceneca, Santiago, 1986; C. Gonçalvez (de.) Educación para la comunicación-Manual latinoamericano, UNESCO-CENECA, Santiago, 1992; M. Charles/ G. Orozco, Educación para la recepción, Trillas, México, 1990; también, Educación para los medios, Unesco/Ilce, 1992; M. T. Quiroz, Todas las voces: Comunicación y educación en el Perú, Univ. de Lima, 1993.
[45] W. Ong, Oralidad y escritura, F.C.E., México, 1987.
[46] A. Ford, Navegaciones, ps. 29 y ss. Culturas orales, culturas electrónicas, culturas narrativas, Amorrortu, Buenos Aires, 1995; M. Zires, La dimensión oral de las culturas en las sociedades contemporáneas: voz, letra e imagen en interacción en “Estudios de culturas contemporáneas” Nº 18, os. 83-98, Colima, México, 1994; S. Muñoz, El libro, el ojo y la pantalla, Univalle, Cali 1995.
[47] G. Marramao, Metapolítica: más allá de los esquemas binarios acción/ sistema y comunicación/ estrategia, X. Palacios y F. Jarauta (eds.) Razón, ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989.
[48] A. Piscitelli, Tecnología, antagonismos sociales y subjetividad, en “Diálogos de la comunicación”, Nº 32, Lima, 1992; De las imágenes numéricas a las realidades virtuales, en “David y Goliat”, Nº 57, Buenos Aires, 1990; Paleo y neo-televisión: del contrato pedagógico a la interactividad generalizada, en C. Gómez Mont (Coord) La metamorfosis de la Tv, Univ. Iberoamericana, México, 1996.
[49] G. Jacquinot, Aprender de las imágenes en lugar de aprender por las imágenes en “Videoforum” Nº 12, Caracas, 1981.
[50] G. Orozco, Televisión y educación: lo enseñado, lo aprendido y lo otro, en Miradas latinoamericanas a la televisión, Univ. Iberoamericana, México, 96.
[51] E. Contreras (dir. Investigación), Análisis de los sistemas de educación radiofónicas, ALER, Quito, 1982.
[52] H. Osorio (Comp.), Teleducación y cambio social en América Latina, ISI, Santiago, 1996; D. A. Pérez (Coord.), Transferencia de tecnología educativa, Conciencias/OEA, Bogotá, 1976.
[53] J. Martín-Barbero, Comunicación educativa y didáctica audiovisual, Sena, Cali, 1980; La cultura como mediación: comunicación, política y educación, en Pre-textos: conversaciones sobre la comunicación y sus contextos, Univalle, Cali, 1995.
[54] F. Caivano, Nuevas tecnologías, nuevas instituciones: la escuela en la encrucijada, en R. Rispa (de.), Nuevas tecnologías en la vida cultural española, Fundesco, Madrid, 1985; F. Calero, Educational, Educative and Progresive Televisión, BBC, Londres, 1987.
[55] H. Schiler, Cultura S.A. La apropiación corporativa de la expresión pública, Univ. de Guadalajara, México, 1993; R: Ortiz, Mundializaçao e cultura, Brasiliense, Sao Paulo, 1992; A. S. Tabernero/ A. Denton, Concentración de la comunicación en Europa, Generalitat de Catalunya, Barcelona, 1993: A. Silj (Coord.), La nuova televisiones in Europa, Fininvest, Milano, 1992; R. Roncagliolo, La integración audiovisual en America Latina: Estados, empresas y productores independientes, Flacso, México, 1994. M. Gutiérrez (ed.) Video, tecnología y educación popular, IPAL, Lima, 1989.
[56] J. M. Pérez Tornero, El desafío educativo de la televisión, Paidós, Barcelona, 94.

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