Por Jorge Huergo y Kevin Morawicki
(Documento producido en el marco del Acompañamiento Capacitante para la Implementación del Campo de la Práctica, Formación Docente de niveles Inicial y Primario, 2008).
Desde un principio, se estableció en la Formación Docente para 1er. Año la realización de una experiencia social en espacios y organizaciones de la comunidad. En el marco orientador se dice que se trata de:
“una experiencia social, en la que el futuro docente se vincule con el campo sociocultural de la comunidad, a través de las organizaciones de la misma, en una práctica educativa no escolarizada y no reducida a acciones de apoyo escolar. Tiene por objeto acceder a la práctica docente desde la comprensión y el posicionamiento del futuro docente en el campo educativo. (Una práctica que) promueve la construcción de una perspectiva que permita repensar la práctica educativa y la propia tarea docente en el marco de las transformaciones culturales, políticas y sociales que se plantean hoy en nuestro país y en el mundo contemporáneo”.
Sin embargo, somos concientes de cierta imprecisión y vaguedad en ese concepto de experiencia social, cosa que tratamos de ir clarificando a lo largo del camino recorrido y del estudio de autores de la pedagogía y las ciencias sociales. Insoslayable fue el valor otorgado a la experiencia social (a diferencia de la experimentación en ciertas corrientes positivistas o escolanovistas) por pedagogos como Simón Rodríguez, John Dewey, Célestin Freinet o Saúl Taborda. Vale recordarlo brevemente.
- En Simón Rodríguez, la experiencia del viaje junto a Simón Bolívar. Los viajeros viajan juntos y a pie. A pie se conversa, se lleva tal o cual libro, se dialoga y se discute, se miran otros espacios, otros paisajes, se conoce otra gente, se comenta acerca de los lugares por donde se pasa. En el viaje hay distintos olores, distintos colores, diferentes sonidos, músicas, canciones. El hombre se interroga e interroga al viaje: el viaje significa una serie de preguntas a las que se debe responder de manera fecunda. Toda esa tierra, de tanto historia y de tan variado paisaje –como un retorno a la naturaleza– educa y abre iniciativas. En los viajes a pie, en movimiento, se instala más la vida que en el reposo. Ya no es el maestro el que enseña; la experiencia del viaje es la educadora. El viaje es un espacio múltiple y móvil, con sus variaciones, que adviene proceso educativo.
- En John Dewey, la vida social como experiencia educativa. “La educación es un proceso de vida –afirma–, y no una preparación para la vida”. El conocimiento es más que palabras o abstracciones; se fragua en una experiencia práctica que es social a la vez, y que frecuentemente la escuela omite. “El hecho primario de la experiencia no es el conocer sino el vivir” dice Dewey. La experiencia, antes que abrir al juicio racional, abre a la vida. Abre a los otros: “De todas las ocupaciones humanas, la comunicación es la más milagrosa. Y es un milagro que el fruto de la comunicación sea la participación y el compartir”. Por eso, para Dewey, “El único modo de preparar para la vida social es sumergiendo al estudiante en la vida social”.
- En Célestin Freinet, la escuela tiene que renovarse porque es, cada vez más, la mayor y casi única posibilidad de elevación o ascenso social de los hijos del pueblo. Pero los niños no tienen que escribir por escribir ni porque es ordenado por el maestro; deben “Escribir para ser leídos”. Y la fuente de eso es la vida de la comunidad que se investiga y se hace pública en el periódico escolar. Por eso reclama: “recobremos nuestra confianza en la vida y tengamos la seguridad de que es apta para que los niños asciendan hasta la cultura, la ciencia y el arte”.
- En Saúl Taborda, la recuperación de la experiencia histórica popular y de la vivencia y la experiencia juvenil. Su pedagogía rescata el carácter no racional de los ideales culturales (y por lo tanto educativos) cuestión que borró la pedagogía oficial. Se basa en el fenómeno de la experiencia y del expresionismo juvenil, que “trasmuta la enseñanza intelectualista acentuando el valor de la enseñanza de la vivencia”; incluso resaltando la importancia del erotismo juvenil. En este sentido, la vivencia y experiencia social en los espacios comunales es formativa e, incluso, tiene su propia didáctica (que, para la didáctica oficial, es una didáctica herética).
Sin embargo, nos parece que es necesario precisar más aún las especificidades de una experiencia social, y sus consecuencias en el campo pedagógico y en la formación docente. Proponemos tomar como punto de partida una sugestiva idea de Lord Francis Bacon, expresada a finales del siglo XVI:
“La experiencia, si se encuentra espontáneamente, se llama ‘caso’; si es expresamente buscada toma el nombre de ‘experimento’. Pero la experiencia común no es más que una escoba rota, un proceder a tientas como quien de noche fuera merodeando aquí y allá con la esperanza de acertar el camino justo, cuando sería mucho más útil y prudente esperar el día, encender una luz y luego dar con la calle. El verdadero orden de la experiencia comienza al encender la luz; después se alumbra el camino, empezando por la experiencia ordenada y madura, y no por aquella discontinua y enrevesada; primero deduce los axiomas y luego procede con nuevos experimentos”.
Bacon condena sin apelación a la experiencia que se encuentra espontáneamente –esa que se traduce en máximas y proverbios. La condena porque ese tipo de experiencia es nocturna, desorientada, imprudente, desordenada, discontinua, enrevesada, inmadura. En cambio, con el experimento buscado, la palabra que se expresaba en la experiencia tradicional encuentra sus límites: no se puede formular una máxima ni contar una historia allí donde rige una ley científica (o, luego, un artefacto).
Por su parte, el conocimiento de la experiencia es intransferible: las sensaciones, las vivencias, los momentos de admiración o asombro, son tan singulares que, ante un ambiente idéntico, los conocimientos pueden ser múltiples. Pero es un conocimiento comunicable. En cambio, el conocimiento adquirido en el experimento puede repetirse y producir, bajo las mismas condiciones y circunstancias, los mismos fenómenos, hechos o conclusiones. La experiencia provoca un conocimiento más particular y existencial, y el experimento, un conocimiento que puede ser universal y abstracto.
Vale aclararlo: Todo experimento se hace bajo control y respecto de dispositivos cuyo objeto es capturar al sujeto. Es decir, el objeto precede y ordena la construcción o producción del experimento. En el experimento hay una facultad productiva: se procura la producción de algo, que signifique dominación, control y manipulación de la naturaleza o el ambiente.
En cambio, toda experiencia se tiene en “ambientes” y no tiene ningún objeto, más que aquel que el sujeto “lee y escribe” acerca de la misma experiencia. Es decir, su objeto y su sentido sólo se encuentran en el relato, en el contar una historia, en el proverbio o el refrán, en una máxima. En la experiencia hay una facultad receptiva: la mayoría de las veces la experiencia ocurre, acontece espontáneamente, y lo que posee valor es lo que recibimos en la experiencia, más que lo que producimos. Y luego, lo que comunicamos acerca de ella.
El filósofo italiano Giorgio Agamben presenta las diferencias entre tener experiencia y hacer experiencia (experimento o experimentación). Una puede ser oscura y confusa, y necesita del relato, del cuento de la historia; necesita de la palabra. La otra pone luz a través de los dispositivos del experimento, para llegar –si fuera posible– a establecer regularidades; la ley es su palabra.
En la docencia, una cosa es hacer experiencia: la arquetípica germinación del poroto, la realización práctica de una planificación sábana, el diseño de la motivación… Otra cosa es tener experiencia, como la forma del viaje en Simón Bolívar con Simón Rodríguez. O todas esas prácticas disruptivas y creativas que, a veces, no nos animamos a contar temiendo la reprobación del discurso racional-escolar, y nos autocensuramos.
El hacer experiencia es metódico, regulado, controlado, medido, sistemático. El tener experiencia, en cambio, es del todo impredecible, es siempre una aventura o un viaje, siempre que en el viaje no privilegiemos el hecho de capturar la experiencia con la máquina de fotos, antes de tener la experiencia.
La experiencia, dice el sociólogo francés Michel Maffesoli, tiene como uno de sus rasgos a la vivencia. Recordemos que lo clave en Taborda era eso: la vivencia y la experiencia (y que los adalides de la educación y la política “racional-científica” lo acusaron de anarquizador). Antes de cualquier racionalización existe la vivencia. En el caso de la vida social, antes que cualquier idea universal de la “sociedad” existe el encuentro, la vivencia del encuentro, el estar juntos, con su propia mística, un vínculo tenue y sólido a la vez que constituye el sentido o el sentimiento de pertenencia.
Cuando hemos hablado de un “encuentro” con espacios y organizaciones, tenemos que entenderlo como esta vivencia y esta experiencia que tiene que ser anterior a la racionalización, a un camino prefijado, a un experimento “sobre” esos espacios y organizaciones. En el encuentro no se hace un experimento, sino que es posible tener una experiencia.
Luego de todo esto, la pregunta que se deriva es mucho más compleja y provocativa: ¿cómo trabajar una “didáctica de los espacios sociales” centrada en la experiencia social? En toda la literatura pedagógica hay indicios: Rodríguez, Taborda, la pedagogía social (Wilhelm Dilthey decía que “la formación se produce como efecto de una acción de la que no sabemos si se dirigía intencionalmente a ese fin (…). En todo ello se suple a un sujeto que produce nuestra formación conforme a un plan”). No hay “sujeto enseñante”, no hay “intencionalidad”. Pero hablan de la pedagogía; ¿y la didáctica? Tal vez tenemos la oportunidad de reflexionar y escribir sobre esta cuestión, sobre la que hay notables ausencias. Sabemos que, por el mismo camino que recorríamos, esta didáctica no se trata tanto de un experimento de enseñanza y aprendizaje, sino de una experiencia que no está tan controlada, ordenada, que no es tan metódica como quería Comenio.
Cuando el pedagogo brasileño Dermeval Saviani distingue una didáctica crítica de las didácticas tradicionales y nuevas, pone el acento en la cuestión del lugar de los “problemas” en la enseñanza. Saviani dice que el problema es un obstáculo que interrumpe la actividad de los alumnos y para solucionarlo es necesaria la recolección de datos. Esto configura un tipo de experimentación que hace decir a Saviani que la educación no es la ciencia. En una didáctica crítica se parte de las prácticas sociales comunes (podríamos decir, de las experiencias que allí se suscitan) para, en el encuentro, problematizarlas.
Desde el punto de vista del “camino” a recorrer, de modo similar, necesitamos distinguir el camino sometido a la experimentación del camino configurado en la experiencia. La observación, por ejemplo, puede realizarse como experiencia o como experimento; una cosa es salir a encontrar abriendo los sentidos y otra diferente es salir a buscar, con una grilla de registro. Pueden ser complementarias, pero ¿cuál privilegiamos? Lo mismo que la entrevista; una situación es la del diálogo, siempre imprevisible en sus desarrollos y consecuencias, y otra es la de una serie de preguntas producidas y controladas por el entrevistador. El acercamiento a los otros y sus contextos puede hacerse como experimento acotado en el tiempo, y entonces se le llama “diagnóstico”, o puede tenerse como experiencia permanente, y se denomina “reconocimiento”.
Otro problema es el de la selección de los espacios donde tener la experiencia social. Los espacios cuyas delimitaciones son más difusas, es decir, no son “instituciones”, provocan una situación más cercana a la experiencia ya que no están tan explícitamente marcados por formas internas de orden y control. Por supuesto que los podemos desaprovechar si a ellos les aplicamos el orden racional de la lógica escolar. Las instituciones, en cambio, suelen tener recorridos más estables y fijados u objetivos más claros, donde uno puede “hacer” experiencia pero donde, rara vez, se pueda tener la experiencia de la complejidad y conflictividad del mundo actual. Una institución siempre es más previsible que una organización, y mucho más que un simple espacio social. Parece que sólo se hace posible acercarnos a tener una experiencia en las instituciones cuando nos encontramos con esas zonas de complejidad o de conflicto (incluso en las instituciones más antiguas e importantes, como las escuelas), que constituyen precisamente la traducción “en micro” de las transformaciones en los trazados del mapa sociocultural.
En esa selección, además, resulta clave evaluar la incidencia de los espacios, organizaciones e instituciones en la posibilidad de tener experiencia social por parte de los miembros de una comunidad. En otras palabras, una organización o institución cuya incidencia e interpelación social es muy limitada, frente a la cual los sujetos no tienen una experiencia social significativa, tampoco será rica para tener, con ella, la experiencia social esperada en el diseño.
Finalmente, está el problema de la evaluación, que ha sido fuertemente configurado por las pedagogías (nuevas o viejas) centradas en el orden de la racionalidad instrumental (que se vincula en el control y el dominio de sujetos y situaciones). Si evaluar significa “corroborar en qué medida los alumnos hicieron lo que se les consignó”, se trata de un procedimiento que privilegia el experimento, susceptible de ser controlable y medible. El sujeto se somete al dispositivo del proceso y de la evaluación. Podríamos decir que se introduce en una especie de laboratorio en el que es posible prever competencias, conductas, objetivos, prácticas, etc.
Si, en cambio, hablamos de una “práctica educativa no escolarizada” (como dice el Diseño), de lo que se trata es de una experiencia en la que habrá que privilegiar una racionalidad comunicativa (centrada en el impredecible principio de alteridad, dice Habermas, es decir, de reconocimiento del otro como diferente) y será necesario un re-posicionamiento del docente y de los estudiantes. No se trata ya de privilegiar el dispositivo, sino de animarnos a la incontrolable vivencia del encuentro con otros, en un espacio que no es el escolar. Nunca sabemos dónde va a parar, cuál será el destino de una experiencia de encuentro; incluso puede ser el fracaso ¿Qué respuestas “seguras” tenemos? Acaso ninguna; o las respuestas propias de la creación y la imaginación, que frecuentemente han sido expulsadas por el orden racional. Es decir, no hay, por ejemplo, el “escribir mal” el relato; primero porque si fuera así, la experiencia sería devorada por la lógica de la escolarización; y, segundo, porque nuestros alumnos tienen muchas formas de “escribir” y expresar la experiencia, que no se reduce sólo a la argumentación escritural. No hay el “puro fracaso”; aún en el fracaso en la experiencia del encuentro, siempre hay aprendizaje.
Nos situamos aquí en el sinuoso umbral de mediación donde pugnan:
* la gramaticalidad sedimentada de la lógica escolar: una serie de formas de hacer, de pensar, de ritualizar, de ejecutar, de evaluar, que forman parte (como elementos residuales) de la escolarización; y
* la autonomía instituyente: esa posibilidad de hacer crecer lo nuevo, la imaginación, que recrea a la institución y al sentido de la educación y de la escuela, y que hace posibles otros modos de subjetividad.
Entre ellas, sin embargo, no son dicotómicas, sino polos en la formación subjetiva. Es decir, no son excluyentes, sino que siempre están en relación. Tal vez el problema es que de una manera inconciente, la gramaticalidad sedimentada actúa cooptando lo nuevo, la autonomía instituyente. La escolarización, si se nos permite, parece un pakman que se devora todo cuanto se le cruza en el camino. ¿Cómo admitir la autonomía instituyente, la creación, la imaginación, articulada con las condiciones de la escuela pública? Este es un enorme desafío para repensar la evaluación de las experiencias prácticas, y no ya de los experimentos prácticos que nosotros controlamos, medimos, calculamos. Recordemos que en el Marco Orientador se propone la “construcción de una perspectiva que permita repensar la práctica educativa y la propia tarea docente en el marco de las transformaciones culturales, políticas y sociales que se plantean hoy en nuestro país y en el mundo contemporáneo”. En ese lugar es donde habla la imaginación y la creatividad; donde habla el “maestro como pedagogo” y no sólo como reproductor de Pedagogía. Es el lugar para la palabra del sujeto. Porque, en definitiva, no somos el objeto de un experimento, sino los sujetos de una experiencia.
sábado, 6 de junio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario