viernes, 5 de junio de 2009

La etnografía

Por Rosana Guber

CAPÍTULO 2.
EL TRABAJO DE CAMPO: UN MARCO REFLEXIVO PARA LA INTERPRETACIÓN DE LAS TÉCNICAS


Tal como quedaba definido, el método etnográfica de campo comprendía, como “instancia empírica”, un ámbito de donde se obtiene información y los procedimientos para obtenerla. Desde perspectivas objetivistas, la relación entre ámbito y procedimientos quedaba polucionada por circunscribir al investigador a la labor individual en una sola unidad societal. ¿Cómo garantiza la “objetividad” de los datos la soledad e inmersión del estudioso? Si, como sugiere la breve historia presentada, la investigación no se hace “sobre” la población sino “con” y “a partir de” ella, esta intimidad deriva, necesariamente, en una relación idiosincrática. ¿Acaso el conocimiento derivado de ella también lo es?

I.Positivismo y naturalismo

Los dos paradigmas dominantes de la investigación social asociados al trabajo de campo etnográfico, que presentaremos groseramente aquí, son el “positivismo” y el “naturalismo”. Según el positivismo la ciencia es una, procede según la lógica del experimento, y su patrón es la medición o cuantificación de variables para identificar relaciones; el investigador busca establecer leyes universales para “explicar” hechos particulares; el observador ensaya una aproximación neutral a su objeto de estudio, de modo que la teoría resultante se someta a la verificación posterior de otros investigadores.; esto es: la teoría debe ser confirmada o falseada. La ciencia procede comparando lo que dice la teoría con lo que sucede en el terreno empírico; el científico recolecta datos a través de métodos que garantizan su neutralidad valorativa, pues de lo contrario su material sería poco confiable e inverificable. Para que estos métodos puedan ser replicados por otros investigadores deben ser estandarizados, como la encuesta y la entrevista con cédula o dirigida.
Habida cuenta de esta simple exposición, es fácil detectar sus flaquezas, pues esta perspectiva no conceptualiza el acceso del investigador a los sentidos que los sujetos les asignan a sus prácticas, ni las formas nativas de obtención de información, de modo que la incidencia del investigador en el proceso de recolección de datos lejos de eliminarse, se oculta y silencia (Holy, 1984).
El naturalismo se ha pretendido como una alternativa epistemológica; la ciencia social accede a una realidad preinterpretada por los sujetos. En vez de extremar la objetividad externa con respecto al campo, los naturalismos proponen la fusión del investigador con los sujetos de estudio, transformándolo en uno más que aprehende la lógica de la vida social como lo hacen sus miembros. El sentido de este aprendizaje es, como el objetivo de la ciencia, generalizar al interior del caso, pues cada modo de vida es irreductible a los demás. Por consiguiente, el investigador no se propone explicar una cultura sino interpretarla o comprenderla. Las técnicas más idóneas son las menos intrusivas en la cotianeidad estudiada: la observación participante y la entrevista en profundidad o no dirigida.
Las limitaciones del naturalismo corresponden en parte a las del positivismo, porque aquél sigue desconociendo las mediaciones de la teoría y el sentido común etnocéntrico que operan en el investigador. Pero además, los naturalistas confunden “inteligibilidad” con validez o “verdad”, aunque no todo lo inteligible es verdadero. El relativismo y la reproducción de la lógica nativa para “explicar” procesos sociales son, pues, principios problemáticos del enfoque naturalista (Hammersley & Atkinson, 1983).
Igual que las posiciones sobre la antropología nativa, positivistas y naturalistas niegan al investigador y a los sujetos de estudio como dos partes distintas de una relación. Empeñados en borrar los efectos del investigador en los datos, para unos la solución es la estandarización de los procedimientos y para otros la experiencia directa del mundo social (Hammersley & Atkinson, 1983: 13).
Este debate ha cobrado actualidad en los debates sobre la articulación entre realidad social y su representación textual. Como señala Graham Watson, la “teoría de la correspondencia” sostiene que nuestros relatos o descripciones de la realidad reproducen y equivalen a esa realidad. El problema surge entonces cuando los sesgos del investigador restan validez o credibilidad a sus relatos. Según la “teoría interpretativa”, en cambio, los relatos no son espejos pasivos de un mundo exterior, sino interpretaciones activamente construidas sobre él. Pero igual que en la teoría de la correspondencia, la ontología sigue siendo realista, pues sugiere que existe un mundo real; sólo que ahora ese mismo mundo real admite varias interpretaciones (Watson, 1987).
Las “teorías constitutivas”, en cambio, sostienen que nuestros relatos o descripciones constituyen la realidad que estas descripciones refieren. Quienes participan de esta perspectiva suelen hacer distintos usos del concepto “reflexividad”, término introducido al mundo académico por la etnomeodología, que en los años 1950-60 comenzó a ocuparse de cómo y por qué los miembros de una sociedad logran reproducirla en el día a día.

II. El descubrimiento etnometodológico de la reflexividad

Para Harold Garfinkel, el fundador de la etnomedología, el mundo social no se reproduce por las normas internalizadas como sugería Talcott Parsons, sino en situaciones de interacción donde los actores lejos de ser meros reproductores de leyes preestablecidas que operan en todo tiempo y lugar, son activos ejecutores y productores de la sociedad a la que pertenecen. Normas, reglas y estructuras no vienen de un mundo significativamente exterior a, e independientemente de las interacciones sociales, sino de las interacciones mismas. Los actores no siguen las reglas, las actualizan, y al hacerlo interpretan la realidad social y crean los contextos en los cuales los hechos cobran sentido (Garfinkel, 1967; Coulon, 1988).
Para los etnometodólogos el vehículo por excelencia de la reproducción de la sociedad es el lenguaje. Al comunicarse entre sí la gente informa sobre el contexto, y lo define al momento de reportarlo; esto es, lejos de ser un mero telón de fondo o un marco de referencia sobre lo que ocurre “ahí afuera”, el lenguaje “hace” la situación de interacción y define el marco que le da sentido. Desde esta perspectiva, entonces, describir una situación, un hecho, etc., es producir el orden social que esos procedimientos ayudan a describir (Wolf, 1987; Ch. Briggs, 1986).
En efecto, la función performativa del lenguaje responde a dos de sus propiedades: la indexicabilidad y la reflexividad. La indexicabilidad refiere a la capacidad comunicativa de un grupo de personas en virtud de presuponer la existencia de significados comunes, de su saber socialmente compartido, del origen de los significados y su complexión en la comunicación. La comunicación está repleta de expresiones indexicales como “eso”, “acá”, “le”, etc., que la lingüística denomina “deícticos”, indicadores de persona, tiempo y lugar inherentes a la situación de interacción (Coulon, 1988). El sentido de dichas expresiones es inseparable del contexto que producen los interlocutores. Por eso las palabras son insuficientes y su significado no es transituacional. Pero la propiedad indexical de los relatos no los transforma en falsos sino en especificaciones incorregibles de la relación entre las experiencias de una comunidad de hablantes y lo que se considera como un mundo idéntico en la cotidianeidad (Wolf, 1987; Hymes, 1972).
La otra propiedad del lenguaje es la reflexividad. Las descripciones y afirmaciones sobre la realidad no sólo informan sobre ella, la constituyen. Esto significa que el código no es informativo ni externo a la situación sino que es eminentemente práctico y constitutivo. El conocimiento de sentido común no sólo pinta a una sociedad real, para sus miembros, a la vez que opera como una profecía autocumplida; las características de la sociedad real son producidas por la conformidad motivada de las personas que la han descripto. Es cierto que los miembros no son conscientes del carácter reflexivo de sus acciones pero en la medida que actúan y hablan y producen su mundo y la racionalidad de lo que hacen. El caso típico es el de dos rectángulos concéntricos: ¿representan a una superficie cóncava o convexa? La figura se verá como una u otra al pronunciarse la palabra caracterizadora (Wolf, 1987). Las tipificaciones sociales operan del mismo modo; decirle a alguien “judío”, “villero” o “boliviano” es constituirlo instantáneamente con atributos que lo ubican en una posición estigmatizada. Y esto es, por supuesto, independientemente de que la persona en cuestión sea indígena o mestizo, judío o ruso blanco, peruano o jujeño.
La reflexividad señala la íntima relación entre la comprensión y la expresión de dicha compresión. El relato es el soporte y el vehículo de esta intimidad. Por eso, la reflexividad supone que las actividades realizadas para producir y manejar las situaciones de la vida cotidiana son idénticas los procedimientos empleados para describir esas situaciones (Coulon, 1988). Así, según los etnometodólogos, un enunciado transmite cierta información, creando además el contexto en el cual esa información puede aparecer y tener sentido. De este modo, los sujetos producen la racionalidad de sus acciones y transforman a la vida social en una realidad coherente y comprensible.
Estas afirmaciones sobre la vida cotidiana valen para el conocimiento social. Garfinkel basaba la “etno-metodología” en que las actividades por las cuales los miembros producen y manejan las situaciones de las actividades organizadas de la vida cotidiana son idénticas a los métodos que emplean para describirla. Los métodos de los investigadores para conocer el mundo social son, pues, básicamente los mismo que usan los actores para conocer, describir y actuar en su propio mundo (Cicourel, 1973; Garfinkel, 1967; Heritage, 1991: 15). La particularidad del conocimiento científico no reside en sus métodos sino en el control de la reflexividad y su articulación con la teoría social. El problema de los positivistas y los naturalista es que intentan sustraer del lenguaje y la comunicación científicas las cualidades indexicales y reflexivas del lenguaje y la comunicación. Como la reflexividad es una propiedad de toda descripción de la realidad, tampoco es privativa de los investigadores, de algunas líneas teóricas, y de los científicos sociales.
Admitir la reflexividad del mundo social tiene varios efectos en la investigación social. Primero, los relatos del investigador son comunicaciones intencionales que describen rasgos de una situación, pero estas comunicaciones no son “meras” descripciones sino que producen las mismas situaciones que describen. Segundo, los fundamentos epistemológicos de la ciencia no son independientes no contrarios a los fundamentos epistemológicos del sentido común (Ibid: 17); que operan sobre la misma lógica. Tercero, los métodos de la investigación social son básicamente los mismos que los que se usan en la vida cotidiana (Ibid: 15). Es tarea del investigador aprehender las formas en que los sujetos de estudio producen e interpretan su realidad para aprehender sus métodos de investigación. Pero como la única forma de conocer o interpretar es participar en situaciones de interacción, el investigador deber sumarse a dichas situaciones a condición de no creer que su presencia es totalmente exterior. Su interioridad tampoco lo diluye. La presencia del investigador constituye las situaciones de interacción, como el lenguaje constituye la realidad. El investigador se convierte, entonces, en el principal instrumento de investigación y producción de conocimientos (Ibid: 18; C. Briggs, 1986). Veamos ahora cómo se aplica esta perspectiva al trabajo de campo etnográfico.

III. Trabajo de campo y reflexividad

La literatura antropológica sobre trabajo de campo ha desarrollado desde 1980 el concepto de reflexividad como equivalente a la conciencia del investigador sobre su persona y los condicionamientos sociales y políticos. Género, edad, pertenencia étnica, clase social y afiliación política suelen reconocerse como parte del proceso de conocimiento vis-a-vis los pobladores o informantes. Sin embargo, otras dos dimensiones modelan la producción de conocimiento del investigador. En Una invitación a la sociología reflexiva (1992), Pierre Bourdieu agrega, primero, la posición del analista de campo científico o académico (1992: 69). El supuesto dominante de este campo es su pretensión de autonomía, pese a tratarse de un campo social y político. La segunda dimensión atañe al “epistemocentrismo” que refiere las “determinaciones inherentes a la postura intelectual misma. La tendencia teoricista o intelectualista consiste en olvidarse de inscribir en la teoría que construimos del mundo social, el hecho de que es el producto de una mirada teórica, un ‘ojo contemplativo’ ” (Ibid: 69). El investigador se enfrenta a su objeto de conocimiento como si fuera un espectáculo, y no desde la lógica práctica de sus actores (Bourdieu & Wacquant, 1992). Estas tres dimensiones del concepto de reflexividad, y no sólo la primera, intervienen en el trabajo de campo en una articulación particular y también variable. Veremos seguidamente algunos principios generales, para detenernos luego en aspectos más detallados de dicha relación.
Si los datos de campo no vienen de los hechos sino de la relación entre el investigador y los sujetos de estudio, podría inferirse que el único conocimiento posible está encerrado en esta relación. Esto es sólo es parcialmente cierto. Para que el investigador pueda describir la vida social que estudia incorporando la perspectiva de sus miembros, es necesario someter a continuo análisis –algunos dirán “vigilancia”– las tres reflexividades que están permanentemente en juego en el trabajo de campo: la reflexividad del investigador en tanto que miembro de una sociedad o una cultura; la reflexividad del investigador en tanto que investigador, con su perspectiva, sus interlocutores académicos, sus habitus disciplinarios y su epistemocentrismo; y las reflexividades de la población en estudio.
La reflexividad de la población opera en su vida cotidiana y es, en definitiva, el objeto de conocimiento del investigador. Pero éste carga con dos reflexividades anternativa y conjuntamente.
Dado que el trabajo de campo es un segmento témporo-espacialmente diferenciado del resto de la investigación, el investigador cree asistir al mundo social que va a estudiar equipado solamente con sus métodos y sus conceptos. Pero el etnógrafo, tarde o temprano, se sumerge en un cotidianeidad que lo interpela como miembro, sin demasiada atención a sus dotes científicas. Cuando el etnógrafo convive con los pobladores y participa en distintas instancias de sus vidas, se transforma funcional, no literalmente, en “uno más”. Pero en calidad de qué se interprete esta membresía puede diferir para los pobladores y para el mismo investigador en tanto que investigador o tanto miembro de otra sociedad.
Dirimir esta cuestión es crucial para aprehender el mundo social en estudio, ya que se trata de reflexividades diversas que crean distintos contextos y realidades. Esto es: la reflexividad del investigador como miembro de una sociedad X produce un contexto que no es igual al que produce como miembro del campo académico, ni tampoco el que producen los nativos cuando él está presente que cuando no lo está. El investigador puede predefinir un “campo” según sus intereses teóricos o su sentido común, “la villa”, “la aldea”, pero el sentido último del “campo” lo dará la reflexividad de los nativos. Esta lógica se aplica incluso cuando el investigador pertenece al mismo grupo o sector que sus informantes, porque sus intereses como investigador difieren de los interese prácticos de sus interlocutores.
El desafío es, entonces, transitar la reflexividad propia a la de los nativos. ¿Cómo? En un comienzo no existe entre ellos la reciprocidad de sentido con respecto a sus acciones y nociones (Holy & Stuchlik, 1983: 119). Ninguno puede descifrar cabalmente los movimientos, elucubraciones, preguntas y verbalizaciones del otro. El investigador se encuentra con conductas y afirmaciones inexplicables que pertenecen al mundo social y cultural de los propio de los sujetos (se trate de prácticas incomprensibles, conductas “sin sentido”, respuestas “incongruentes” a sus preguntas) cuya lógica el investigador intenta dilucidar, pero que también pertenecen a la situación de campo propiamente dicha. El primer orden ha ocupado clásicamente a la investigación social; el segundo emergió, más recientemente, desde 1980. Al producirse el encuentro en el campo de la reflexividad del investigador se pone en relación con la de los individuos que, a partir de entonces, se transforman en sujetos de estudio y, eventualmente, en sus informantes. Entonces la reflexividad de ambos en la interacción adopta, sobre todo en esta primera etapa, la forma de la perplejidad.
El investigador no alcanza a dilucidar el sentido las respuestas que recibe no las reacciones que despierta su presencia; se siente incomprendido, que molesta y que frecuentemente, no sabe qué decir ni preguntar. Los pobladores, por su parte, desconocen qué busca realmente el investigador cuando se instala en el vecindario, conversa con la gente, frecuenta a algunas familias. No pueden remitir a un común universo significativo las preguntas que aquél les formula. Estos desencuentros se plantean en las primeras instancias del trabajo de campo, como “inconvenientes” en la presentación del investigador, como “obstáculos” o dificultades de acceso a los informantes, como intentos de superar sus prevenciones y lograr la aceptación o la relación de “rapport” o empatía con ellos. En este marasmo de “malentendidos”, se supone, el investigador empieza aplicar sus técnicas de recolección de datos. Pero detengámonos en el acceso.
Ante estas perplejidades expresadas en rotundas negativas, gestos de desconfianza y postergación de encuentros, el investigador ensaya varias interpretaciones. La más común es creer que el “malentendido” se debe a la “falta de información” de los pobladores, a su falta de familiaridad con la investigación científica. La forma de subsanar este inconveniente es explicar “más claramente” sus propósitos para demostrarle a la gente que no tiene nada que temer. Y si esta táctica no diera aún sus resultados, uno probablemente se consuele pensando que tarde o temprano los nativos se acostumbrarán a su presencia como “un mal necesario”. Este consuelo tiene tres limitaciones: la más evidente es que los “nativos” cada vez se “acostumbran” menos y establecen nuevas reglas de reciprocidad para permitir el acceso de extraños; la segunda es que los códigos de ética académicos son bastante rigurosos para “preservar” a los sujetos sociales de intrusiones no deseadas o que la población pueda considerar perjudiciales. La tercera limitación es la más sutil y, sin embargo, la más problemática, puesto que aun cuando los nativos se acostumbren al investigador, ni éste ni probablemente ellos sepan jamás por qué.
Esta caja negra opera en el trabajo de campo propiamente dicho, pero también deja sus huellas en la interpretación de la información obtenida en un contexto mutuamente inteligible. El investigador puede forzar los datos en los modelos clasificatorios y explicativos que trae consigo porque la reflexividad de su práctica de campo no ha sido esclarecida. Su enfoque le imposibilitará escuchar más de lo que cree que oye. “La información obtenida en situación unilateral es más que significativa con respecto a las categorías y las representaciones contenidas en el dispositivo de captación, que a la representación del universo investigador” (Thiollent, 1982: 24). La unilateralidad consiste en acceder al referente empírico siguiendo acríticamente las pautas del modelo teórico o de sentido común del investigador . En el camino quedan los sentidos propios o la reflexividad específica de ese mundo social.
¿Para qué el campo? Porque es aquí donde modelos teóricos, políticos, culturales y sociales se confrontan inmediatamente –se advierta o no– con los de los actores. La legitimidad de “estar allí” no proviene de una autoridad del experto ante legos ignorantes, como suele creerse, sino de que sólo “estando ahí” es posible realizar el tránsito de la reflexividad del investigador-miembro de otra sociedad, a la reflexividad de los pobladores. Este tránsito, sin embargo, no es ni progresivo ni secuencial. El investigador sabrá más de sí mismo después de haberse puesto en relación con los pobladores, precisamente porque al principio el investigador sólo sabe pensar, orientarse hacia los demás y formularse desde sus propios esquemas. Pero en el trabajo de campo, aprende a hacerlo vis a vis otros marcos de referencia con los cuales necesariamente se compara.
En suma, la reflexividad inherente al trabajo de campo es el proceso de interacción, diferenciación y reciprocidad entre la reflexividad del sujeto cognoscente –sentido común, teoría, modelos explicativos– y la de los actores o sujetos/ objetos de investigación. Es esto, precisamente, lo que advierte Peirano cuando dice que el conocimiento se revela no “al” investigador sino “en” el investigador, debiendo comparecer en el campo, debiendo comparecer en el campo, debiendo reaprenderse y reaprender el mundo desde otra perspectiva. Por eso el trabajo de campo es largo y suele equipararse a una “resocialización” llena de contratiempo, destiempos y pérdidas de tiempo. Tal es la metáfora del pasaje de un menor, un aprendiz, un inexperto, al lugar de adulto... en términos nativos (Adler & Adler, 1987; Agar, 1980; Hatfield, 1973).
En los próximos capítulos analizaremos de qué modo la literatura académica ha calificado como “técnicas de recolección de datos” permiten efectuar este pasaje hacia la comunicación entre distintas reflexividades, y en el capítulo 5 veremos qué se transforma de la persona del investigador cuando atraviesa ese pasaje.


CAPÍTULO 3.
LA OBSERVACIÓN PARTICIPANTE


“Poco después de haberme instalado en Omarakana empecé a tomar parte, de alguna manera, en la vida del poblado, a esperar con impaciencia los acontecimientos importantes o las festividades, a tomarme interés personal por los chismes y por el desenvolvimiento de los pequeños incidentes pueblerinos; cada mañana al despertar, el día se me presentaba más o menos como para un indígena (...) Las peleas, las bromas, las escenas familiares, los sucesos en general triviales y a veces dramáticos, pero siempre significativos, formaban parte de la atmósfera de mi vida diaria tanto como de la suya (...) Más avanzado el día, cualquier cosa que sucediese me cogía cerca y no había ninguna posibilidad de que nada escapara a mi atención” (Malinowski [1922] 1986: 25).

Comparado con los procedimientos de otras ciencias sociales el trabajo de campo etnográfico se caracteriza por su falta de sistematicidad. Sin embargo, esta supuesta carencia exhibe una lógica propia que adquirió identidad como técnica de obtención de información: la participant observation. Traducida al castellano como “observación participante”, consiste precisamente en la inespecificidad de las actividades que comprende: integrar un equipo de fútbol, residir con la población, tomar mate y conversar, hacer las compras, bailar, cocinar, ser objeto de burla, confidencia, declaraciones amorosas y agresiones, asistir a una clase en la escuela o a una reunión del partido político. En rigor, su ambigüedad es, más que un déficit, su cualidad distintiva. Veamos por qué.

I. Los dos factores de la ecuación

Tradicionalmente, el objetivo de la observación participante ha sido detectar las situaciones en que se expresan y generan los universos culturales y sociales en su compleja articulación y variedad. La aplicación de esta técnica, o mejor dicho, conceptualizar actividades tan disímiles como “una técnica” para obtener información supone que la presencia (la percepción y experiencia directas) ante los hechos de la vida cotidiana de la población garantiza la confiabilidad de los datos recogidos y el aprendizaje de los sentidos que subyacen a dichas actividades.7 La experiencia y la testificación son entonces “la” fuente de conocimiento del etnográfo: él está allí. Sin embargo, y a medida que otras técnicas en ciencias sociales se fueron formalizando, los etnógrafos intentaron sistematizarla, escudriñando las particularidades de esta técnica en cada uno de sus dos términos, “observación” y “participación”. Más que acertar con una identidad novedosa de la observación participante, el resultado de esta búsqueda fue insertar a la observación participante en las dos alternativas epistemológicas, la objetividad positivista y la subjetividad naturalista (Holy, 1984).

a. Observar versus participar

La observación participante consiste en dos actividades principales: observar sistemática y controladamente todo lo que acontece en torno del investigador, y participar en una o varias actividades de la población. Hablamos de “participar” en el sentido de “desempeñarse como lo hacen los nativos”; de aprender a realizar ciertas actividades y a comportarse como uno más. La “participación” pone el énfasis en la experiencia vivida por el investigador apuntando a su objetivo a “estar adentro” de la sociedad estudiada. En el polo contrario, la observación ubicaría al investigador fuera de la sociedad, para realizar su descripción con un registro detallado de cuando se ve y escucha. La representación ideal de la observación es tomar notas8 de una obra de teatro como mero espectador. Desde el ángulo de la observación, entonces, el investigador está siempre alerta pues, incluso aunque participe, lo hace con el fin de observar y registrar los distintos momentos y eventos de la vida social.
Según los enfoques positivistas, al investigador se le presenta una disyuntiva entre observar y participar; y si pretende hacer las dos cosas simultáneamente, cuanto más participa menos registra, y cuanto más registra menos participa (Tonkin, 1984: 218); es decir, cuanto más participa menos observa y cuanto más observa menos participa. Esta paradoja que contrapone ambas actividades confronta dos formas de acceso a la información, una externa, la otra interna.
Pero la observación y la participación suministran perspectivas diferentes sobre la misma realidad, aunque estas diferencias sean más analíticas que reales. Si bien ambas tienen sus particularidades y proveen información diversa por canales alternativos, es preciso justipreciar los verdaderos alcances de estas diferencias; ni el investigador puede ser “uno más” entre los nativos, ni su presencia puede ser tan externa como para no afectar en modo alguno al escenario y sus protagonistas. Lo que en todo caso se juega en la articulación entre observación y participación es, por un lado, la posibilidad real del investigador de observar y/ o participar que, como veremos, no depende sólo de su decisión; y por otro lado, la fundamentación epistemológica que el investigador da de lo que hace. Detengámonos en este punto para volver luego a quién decide si “observar” o “participar”.

b. Participar para observar

Según los lineamientos positivistas, el ideal de observación neutra, externa, desimplicada garantizaría la objetividad científica en la aprehensión del objeto de conocimiento. Dicho objeto, ya dado empíricamente, debe ser recogido por el investigador mediante la observación y otras operaciones de la percepción. La observación directa tendería a evitar las distorsiones como el científico en su laboratorio (Hammersley, 1984: 48). Por eso, desde el positivismo, el etnógrafo prefiere observar a sus informantes en sus contextos naturales, pero no para fundirse con ellos. Precisamente, la técnica preferida por el investigador positivista es la observación (Holy, 1984) mientras que la participación introduce obstáculos a la objetividad, pone en peligro la desimplicación debido al excesivo acercamiento personal a los informantes, que se justifica sólo cuando los sujetos lo demandan o cuando garantiza el registro de determinados campos de la vida social que, como mero observador, serían inaccesibles (Frankenberg, 1982).
Desde esta postura, el investigador deber observar y adoptar el rol de observador, y sólo en última instancia comportarse como un observador-participante, asumiendo la observación como la técnica prioritaria, y la participación como un “mal necesario”. En las investigaciones antropológicas tradicionales, la participación llevada a un alto grado en la corresidencia, era casi inevitable debido a las distancias del lugar de residencia del investigador. Pero esta razón de fuerza mayor, como el confinamiento bélico que Malinowski transformó en virtud, encajaba en la concepción epistemológica de que sólo a través de la observación directa era posible dar fe de distintos aspectos de la vida social desde una óptica no-etnocéntrica, superando las teorías hipotéticas evolucionistas y difusionistas del siglo XIX (Holy, 1984).

c. Observar para participar

Desde el naturalismo y variantes del interpretativismo, los fenómenos socioculturales no pueden estudiarse de manera externa pues cada acto, cada gesto, cobra sentido más allá de su apariencia física, en los significados que le atribuyen los actores. El único medio para acceder a esos significados que los sujetos negocian e intercambian, es la vivencia, la posibilidad de experimentar en carne propia esos sentidos, como sucede con la socialización. Y si un juego se aprende jugando una cultura se aprende viviéndola. Por eso la participación es la condición sine qua non del conocimiento sociocultural. Las herramientas son la experiencia directa, los órganos sensoriales y la afectividad que, lejos de empañar, acercan al objeto de estudio. El investigador procede entonces a la inmersión subjetiva pues sólo comprende desde adentro. Por eso desde esta perspectiva, el nombre de la técnica debiera invertirse como “participación observante” (Becker & Geer, 1982; Tonkin, 1984).

d. Involucramiento versus separación

En realidad ambas posturas parecen discutir no tanto la distinción formal entre las dos actividades nodales de esta “técnica”, observación y participación, sino la relación deseable entre investigador y sujetos de estudio que cada actividad supone: la separación de (observación), y el involucramiento con (participación) los pobladores (Tonkin, 1984). Pero independientemente de que en los hechos separación/ observación e involucramiento/ participación sean canales excluyentes, la observación participante pone de manifiesto, con su denominación misma, la tensión epistemológica distintiva de la investigación social y, por lo tanto, de la investigación etnográfica: conocer como distante epistemocentrismo, de Bourdieu) a una especie a la que se pertenece, y en virtud de esta común membresía descubrir los marcos tan diversos de sentido con que las personas significan sus mundos distintos y comunes. La ambigüedad implícita en el nombre de esta técnica, convertida no casualmente en sinónimo de trabajo de campo etnográfico, no sólo alude a una tensión epistemológica propia del conocimiento social entre lógica teórica y lógica práctica, sino también a las lógicas prácticas que convergen en el campo. Veamos entonces en qué consiste observar y participar “estando allí”.

II. Una mirada reflexiva de la observación participante

El valor de la observación participante no reside en poner al investigador ante los actores, ya que entre uno y otros siempre está la teoría y el sentido común (social y cultural) del investigador. ¿O acaso los funcionarios y comerciantes no frecuentaban a los nativos, sin por eso deshacerse de sus preconceptos? La presencia directa es, indudablemente, una valiosa ayuda para el conocimiento social porque evita algunas mediaciones –del incontrolable sentido común de terceros– ofreciendo a un observador crítico lo real en toda su complejidad. Es inevitable que el investigador se contacte con el mundo empírico a través de los órganos de la percepción y de los sentimientos; que éstos se conviertan en obstáculos o vehículos del conocimiento depende de su apertura, cosa que veremos en el capítulo 5. De todos modos, la subjetividad es parte de la conciencia del investigador y desempeña un papel activo en el conocimiento, particularmente cuando se trata de sus congéneres. Ello no quiere decir que la subjetividad sea una caja negra que no es posible someter a análisis.
Con su tensión inherente, la observación participante permite recordar, en todo momento, que se participa para observar y que se observa para participar, esto es, que involucramiento e investigación no son opuestos sino partes de un mismo proceso de conocimiento social (Holy, 1984). En esta línea, la observación participante es el medio ideal para realizar descubrimientos, para examinar críticamente los conceptos teóricos y para ancharlos en realidades concretas, poniendo en comunicación distintas reflexividades. Veamos cómo los dos factores de la ecuación, observación y participación, pueden articularse exitosamente sin perder su productiva y creativa tensión.
La diferencia entre observar y participar radica en el tipo de relación cognitiva que el investigador entabla con los sujetos/ informantes. Las condiciones de la interacción plantean, en cada caso, distintos requerimientos y recursos. Es cierto que la observación no es del todo neutral o externa pues incide en los sujetos observados; asimismo, la participación nunca es total excepto que el investigador adopte, como “campo”, un referente de su propia cotidianeidad; pero aun así, el hecho de que un miembro se transforme en investigador introduce diferencias en la forma de participar y de observar. Suele creerse, sin embargo, que la presencia del investigador como “mero observador” exige un grado menor de aceptación y también de compromiso por parte de los informantes y del investigador que la participación. Pero veamos el siguiente ejemplo.
El investigador de una gran ciudad argentina observa desde la mesa de un bar a algunas mujeres conocidas como “las bolivianas” haciendo su llegada al mercado; registra ahora de arribo, edades aproximadas, y el cargamento; las ve disponer lo que supone son sus mercaderías sobre un lienzo a un lado de la vereda, y sentarse de frente a la calle y a los transeúntes. Luego el investigador se aproxima y las observa negociar con algunos individuos. Más tarde se acerca a ellas e indaga el precio de varios productos; las vendedoras responden y el investigador compra un kilo de limones. La escena se repite día tras día. El investigador es, para “las bolivianas”, un comprador más que añade a las preguntas acostumbradas por los precios otras que no conciernen directamente a la transacción: surgen comentarios sobre los niños, el lugar de origen y el valor de cambio del peso argentino y boliviano. Las mujeres entablan con él conversaciones que podrían responder a la intención de preservarlo como cliente. Este rol de “cliente conversador” ha sido el canal de acceso que el investigador encontró para establecer un contacto inicial. Pero en sus visitas diarias no siempre les compra. En cuanto se limita a conversar, las mujeres comienzan a preguntarse a qué vienen tantas “averiguaciones”. El investigador debe ahora explicitar sus motivos si no quiere encontrarse con una negativa rotunda. Aunque no lo sepa, estas mujeres han ingresado a la Argentina ilegalmente; sospechan entonces que el presunto investigador es, en realidad, un inspector en busca de “indocumentados”.
Si comparamos la observación del investigador desde el bar con su posterior participación en la transacción comercial, en el primer caso el investigador no incide en la conducta de las mujeres observadas. Sin embargo, si como suele ser el caso, la observación se lleva a cabo con el investigador dentro del radio visual de las vendedoras, aunque aquél se limite a mirarlas estará integrando con ellas un campo de relaciones directas, suscitando alguna reacción que, en este caso, puede ser el temor o la sospecha. El investigador empieza a comprar y se convierte en un “comprador conversador”. Pero luego deja de comprar y entonces las vendedoras le asignan a su actitud el sentido de amenaza. Estos supuestos y expectativas se revierten en el investigador, quien percibe la renuencia y se siente obligado a explicar la razón de su presencia y de sus preguntas; se presenta como investigador o como estudiante universitario, como estudioso de costumbres populares, etc.
¿Qué implicancias tiene ser observador y ser participante en una relación? En este ejemplo, el investigador se sintió obligado a presentarse no sólo cuando se dispuso a mantener una relación cotidiana. Incluso antes el investigador debió comportarse como comprador. De ello resulta que la presencia directa del investigador ante los pobladores difícilmente pueda ser neutral o prescindente, pues a diferencia de la representación del observador como “una mosca en la pared”, su observación estará significada por los pobladores, quienes obrarán en consecuencia.
La observación para obtener información significativa requiere algún grado, siquiera mínimo, de participación; esto es, de desempeñar algún rol y por lo tanto de incidir en la conducta de los informantes, y recíprocamente en la del investigador. Así, para detectar los sentidos de la reciprocidad de la relación es necesario que el investigador analice cuidadosamente los términos de la interacción con los informantes y el sentido que éstos le dan al encuentro. Estos sentidos, al principio ignorados, se irán aclarando a lo largo del trabajo de campo.

III. Participación: las dos puntas de la reflexividad

Los antropólogos no se han limitado a hacer preguntas sobre la mitología o a observar a los nativos tallando madera o levantando una cosecha. A veces forzados por las circunstancias, a veces por decisión propia, optaron por tomar parte de esas actividades. Este protagonismo guarda una lógica compleja que va de comportarse según las propias pautas culturales, hasta participar en un rol complementario al de sus informantes, o imitar las pautas y conductas de éstos.
Las dos primeras opciones, sobre todo la primera, son más habituales al comenzar el trabajo de campo. El investigador hace lo que sabe, y “lo que sabe” responde a sus propias nociones ocupando roles conocidos (como el de “investigador”). Seguramente incurrirá en errores de procedimiento y transgresiones a la etiqueta local, pero por el momento éste es el único mapa con el que cuenta. Lentamente irá incorporando otras alternativas y, con ellas, formas de conceptualización acordes al mundo social local.
Sin embargo, hablar de “participación” como técnica de campo etnográfica, alude a la tercera acepción, comportarse según las pautas de los nativos. En el párrafo que encabeza este capítulo Malinowski destacaba la íntima relación entre la observación y la participación, siendo que el hecho de “estar allí” lo involucraba en actividades nativas, en un ritmo de vida significativo para el orden sociocultural indígena. Malinowski se fue integrando, gradualmente, al ejercicio lo más pleno posible par un europeo de comienzos del siglo XX, de la participación, compartiendo y practicando la reciprocidad de sentidos del mundo social, según una reflexividad distinta de la propia. Esto no hubiera sido posible si el etnógrafo no hubiera valorado cada hecho cotidiano como un objeto de registro y de análisis , aun antes de ser capaz de reconocer su sentido en la interacción y para los nativos.
Tal es el pasaje de una participación en términos del investigador, a una participación en términos nativos. Además de impracticable y vanamente angustiante, la “participación correcta” (es decir cumpliendo con las normas y valores locales) no es ni la única ni la más deseable en un primer momento, porque la transgresión (que llamamos “errores” o “traspiés”) es para el investigador y para el informante un medio adecuado de problematizar distintos ángulos de la conducta social y evaluar su significación en la cotidineidad de los nativos.
En el uso de la técnica de observación participante la participación supone desempeñar ciertos roles locales lo cual entraña, como decíamos, la tensión estructurante del trabajo de campo etnográfico entre hacer y conocer, participar y observar, mantener la distancia e involucrarse. Este desempeño de roles locales conlleva un esfuerzo del investigador por integrarse a una lógica que no le es propia. Desde la perspectiva de los informantes, ese esfuerzo puede interpretarse como el intento del investigador de apropiarse de los códigos locales, de modo que las prácticas y nociones de los pobladores se vuelvan más comprensibles facilitando la comunicación (Adler & Adler, 1987). Estando en un poblado de Chiapas, Esther Hermitte cuenta que

“A los pocos días de llegar a Pinola, en zona tropical fui víctima de picaduras de mosquitos en las piernas. Ello provocó una gran inflamación en la zona afectada –desde la rodilla hasta los tobillos–. Caminando por la aldea me encontré con una pinolteca que después de saludarme me preguntó qué me pasaba y sin darme tiempo a que le contestara ofreció un diagnóstico. Según el concepto de enfermedad en Pinola, hay ciertas erupciones que se atribuyen a una incapacidad de la sangre para absorber la vergüenza sufrida en una situación pública. Esa enfermedad se conoce como ‘disipela’ (keshlal en lengua nativa). La mujer me explicó que mi presencia en una fiesta la noche anterior era seguramente causa de que yo me hubiera avergonzado y me aconsejó que me sometiera a una curación, la que se lleva a cabo cuando el curador se llena de aguardiente y sopla con fuerza arrojando una fina lluvia del líquido en las partes afectadas y en otras cinsideradas viatles, tales como la cabeza, la nuca, las muñecas y el pecho. Yo acaté el consejo y después de varias ‘sopladas’ me retiré del lugar. Pero se supo y permitió en adelante un diálogo con los informantes de tono distinto a los que habían precedido a mi curación. El haber permitido que me curaron de una enfermedad que es muy común en la aldea creó un vínculo afectivo y se convirtió en tema de prolongadas conversaciones” (Hermitte, 1985: 10-1).

La etnógrafa relata aquí lo que sería un “ingreso exitoso” manifiesto en su esfuerzo por integrarse a una lógica nativa que derivó en una mayor consideración hacia su persona. Este punto asume una importancia crucial cuando el investigador y los informantes ocupan posiciones en una estructura social asimétrica. Pero en términos de la reflexividad de campo, es habitual que los etnógrafos relatan una experiencia que se transformó en el punto de su relación con los informantes (Geertz, 1973). La experiencia de campo suele relatarse como un conjunto de casualidades que, sin embargo, respeta un hilo argumental. Ese hilo es precisamente la capacidad del investigador de aprovechar la ocasión para desplegar su participación en términos nativos. Lo relevante de la disipela de Hermitte no fue su padecimiento por la inflamación sino que ella aceptara interpretarla en el marco de sentido local de la salud y la enfermedad. Aunque no hubiera previsto que iba a ser picada por mosquitos, que se le inflamarían las piernas, y que encontraría a una pinolteca locuaz que le ofrecería un diagnóstico y un tratamiento, Hermitte mantenía una actitud que permitiría que sus informantes clasificaran y explicaran qué había sucedido en su cuerpo, aceptando de ellos una solución. Esta “participación” redundó en un aprendizaje de prácticas curativas y de vecindad, y de sus correspondientes sentidos, como vergüenza, disípela, enfermedad.
Pero la participación no siempre abre las puertas. Una tarde acompañé a Graciela y a su marido Pedro, habitantes de una villa miseria, a la casa de Chiquita, una mujer mayor que vivía en el barrio vecino, y para quien Graciela trabajaba por las mañanas haciendo la limpieza y algunos mandados. La breve visita tenía por objeto buscar un armario que Chiquita iba a regalarles. Mientras Pedro lo desarmaba en piezas transportables, Graciela y yo manteníamos una conversación “casual” con la dueña de casa. Recuerdo este pasaje:

“Ch: “El otro día vino a dormir mi nietita, la menor, pero ya cuando nos acostamos empezó que me quiero ir a lo de mamá, que quiero ir a lo de mamá; primero se quería quedar, y después me quiero ir. Entonces yo le dije: bueno, está bien, andate, vos andate, pero te vas sola, ¿eh? te vas por ahí, por el medio de la villa, donde están todos esos negros borrachos, vas a ver lo que te pasa...”
G: “Hmmmm”.
Yo: “Una cara funesta terminantemente prohibida en el manual del ‘buen trabajador de campo’ ”. Apenas salimos de la casa le pregunté a Graciela por qué no le había replicado su prejuicio y me contestó: “Y bueno, hay que entenderlos, son gente mayor, gente de antes...”.

Mi primer interrogante era por qué Graciela no había defendido la dignidad de sus vecinos y de sí misma, respondiendo, como suele hacerse, que la gente habla mal del “villero” pero no de quienes cometen inmoralidades iguales o mayores (“el villero está ‘en pedo’, el rico está ‘alegre’”; “el pobre se mama con vino, el rico con whisky”, etc.). La concesión de Graciela me sorprendió porque conmovía mi sentido de la igualdad humana y el de mi investigación sobre prejuicios contra residentes de villas miserias. Entonces, (des)califiqué a Chiquita como una mujer prejuiciosa y desinformada. Desde esta distancia entre mi perspectiva y la de Chiquita y Graciela, bajo la apariencia de una tácita complicidad, pasé a indagar el sentido de la actitud de Graciela; pero sólo pude hacerlo cuando puse en foco “mi sentido común” epistemocéntrico y mis propios intereses de investigación.
Yo había participado acompañando a Graciela y a Pedro en una visita y también en la conversación, al menos con mi gesto. Pero lo había hecho en términos que podrían ser adecuados para sectores universitarios, no para los vecinos de un barrio colindante a la villa, habitado por una vieja población de obreros calificados y pequeños comerciantes, amas de casa y jubilados que se preciaban de ser dueños de sus viviendas, y de haber progresado a fuerza de trabajo, y “gracias a su ascendencia europea” que los diferenciaba tajantemente de los “cabecitas negras” provincianos.
Mi participación tampoco parecía encajar en las reacciones adecuadas a los pobladores de la villa. Una semana más tarde Graciela me transmitió los comentarios negativos de Chiquita sobre mi mueca de desagrado: “¿Y a ella qué le importa? Si no es de ahí... (de la villa)”. Graciela seguía asintiendo; entendí después que allí estaba en juego un armario un empleo y otros beneficios secundarios. Más aún: Graciela obtenía lo que necesitaba no sólo concediendo o tolerando los prejuicios de Chiquita, porque ocultaba su domicilio en la villa para poder trabajar. Chiquita tenía una “villera” de “la villa de al lado” trabajando en su propia casa y no lo sabía o fingía saberlo. A partir de aquí comencé a observar las reacciones de otros habitantes de la villa ante estas actitudes y descubrí que en contextos de marcada e insuperable asimetría de los estigmatizados guardaban silencio y, de ser posible, ocultaban su identidad; si en la situación no había demasiado en juego, entonces la reacción podría ser contestataria. Entre otras enseñanzas rescataba nuevamente la importancia del trabajo de campo para visualizar las diferencias entre lo que la gente hace y dice que hace, pues en este otros casos los residentes de la villa aparecían ellos mismos convalidando las imágenes para ellos injustas y negativas.
Que yo hubiera participado no en los términos locales sino en los míos propios hubiera sido criticable si no hubiera aprendido las diferencias entre el sentido y uso del prejuicio para los vecinos del barrio, para los habitantes de la villa, y para mí misma. Huelga decir que en éste como en tantos otros casos relatados por los etnógrafos, la reacción visceral es difícil de controlar en los contextos informales de la cotidianeidad (C. Briggs, 1986; Sotller & Olkes, 1987). Por eso, es difícil de controlar. Pero conviene no renunciar a sus enseñanzas.
En las tres instancias que hemos visto, la más prescindente del observador de las bolivianas, la curación de Hermitte, y mi gesto de asco, la observación participante produjo datos en la interacción misma, operando a la vez como un canal y un proceso por el cual el investigador ensaya la reciprocidad de sentidos con sus informantes. Veremos a continuación que la “participación” no es otra cosa que una instancia necesaria de aproximación a los sujetos donde se juega esa reciprocidad. Es desde esta reciprocidad que se dirime qué se observa y en qué se participa.

IV. La participación nativa

El acto de participar cubre un amplio espectro que va desde “estar allí” como un testigo mudo de los hechos, hasta integrar una o varias actividades de distinta magnitud y con distintos grados de involucramiento. En sus distintas modalidades la participación implica grados de desempeño de los roles locales. Desde Junker (1960) en adelante suele presentarse un continuo desde la pura observación hasta la participación plena. Esta tipificación puede ser útil si tenemos presente que hasta la observación pura, demanda alguna reciprocidad de sentidos con los observados.
A veces es imposible estudiar a un grupo sin ser parte de él, ya sea por su elevada susceptibilidad, porque desempeña actividades ilegales o porque controla saberes esotéricos. Si el investigador no fuera aceptado explicitando sus propósitos, quizás deba optar por “mimetizarse”. Adoptará entonces el rol de participante pleno (Gold, en Burgess, 1982), dando prioridad casi absoluta a la información que proviene de su inmersión. Si bien este rol tiene la ventaja de lograr material que de otro modo sería inaccesible, ser participante pleno resulta inviable cuando el o los roles válidos para esa cultura o grupo social son incompatibles, por ejemplo, con ciertos atributos del investigador como el género, la edad o la apariencia; el mimetismo aquí no es posible. Otro inconveniente de la participación plena reside en que desempeñar íntegramente un rol nativo puede significar el cierre a otros roles estructural o coyunturalmente opuestos al adoptado. Un investigador que pasa a desempeñarse como empleado u obrero en un establecimiento fabril, sólo puede relacionarse con niveles gerenciales de la empresa como trabajador (Linhart, 1979).
Los roles de participante observador y observador participante son combinaciones sutiles de observación y participación. El “participante observador” se desempeña en uno o varios roles locales, explicitando el objetivo de su investigación. El observador participante hace centro en su carácter de observador externo, tomando parte de actividades ocasionales o que sea imposible eludir.
El contexto puede habilitar al investigador a adoptar roles que lo ubiquen como observador puro, como en el registro de clases en una escuela. Pero su presencia afecta el comportamiento de la clase –alumnos y maestro–; por eso, el observador puro es más un tipo ideal que una conducta practicable.
Estos cuatros tipos ideales deben tomarse como posibilidades hipotéticas que, en los hechos, el investigador asume o se le imponen conjunta o sucesivamente, a lo largo de su trabajo. Si la observación, como vemos, no “interfiere” menos en el campo que la participación, es claro que cada una de las modalidades no difiere de las demás por los grados de distancia entre el investigador y el referente empírico, sino por una relación particular y cambiante entre el rol del investigador y los roles culturalmente adecuados y posibles (Adler & Adler, 1987).
El participante pleno es el que oculta su rol de antropólogo desempeñando íntegramente alguno de los socio-culturalmente disponibles pues no podría adoptar un lugar alternativo. Esta opción implica un riesgo a la medida del involucramiento pues, de ser descubierto, el investigador debería abandonar el campo. El observador puro, en cambio, es quien se niega explícitamente a adoptar otro rol que no sea el propio; este desempeño es llevado al extremo de evitar todo pronunciamiento e incidencia activa en el contexto de observación.
¿De qué depende que el investigador adopte una u otra modalidad? De él y, centralmente, de los pobladores. E. E. Evans- Pritchard trabajó con dos grupos del oriente africano. Los azande lo reconocieron siempre como un superior británico; los Nuer como un representante metropolitano, potencialmente enemigo y transitoriamente a su merced (1977). Reconocer eso límites es parte del proceso de campo. Adoptar el/los rol/es adecuado/s es posible por la tensión, flexibilidad y apertura de la observación participante.
En suma, que el investigador pueda participar en distintas instancias de la cotidianeidad, muestra no tanto la aplicación adecuada de una técnica, sino el éxito, con avances y retrocesos, del proceso de conocimiento de las inserciones y formas de conocimiento localmente viables. ¿Pero qué ocurre cuando la división de tareas entre investigador e informantes está más claramente definida?


CAPÍTULO 4
LA ENTREVISTA ETNOGRÁFICA O EL ARTE DE LA “NO DIRECTIVIDAD”


El sentido de la vida social se expresa particularmente a través de discursos que emergen constantemente en la vida diaria, de manera informal por comentarios, anécdotas, términos de trato y conversaciones. Los investigadores sociales han transformado y reunido varias de estas instancias en un artefacto técnico.
La entrevista es una estrategia para hacer que la gente hable sobre lo que sabe, piensa y cree (Spradley, 1979: 9), una situación en la cual (el investigador-entrevistador) obtiene información sobre algo interrogando a otra persona (entrevistado, respondente, informante). Esta información suele referirse a la biografía, al sentido de los hechos, a sentimientos, opiniones y emociones, a las normas o standards de acción, y a los valores o conductas ideales.
Existen variantes de esta técnica: hay entrevistas dirigidas que se aplican con un cuestionario preestablecido, semiestructuradas, grupos focalizados en una temática, y clínicas (Bernard, 1988; Taylor & Bogdan, 1996; etc.). En este capítulo analizaremos lo que algunos autores llaman entrevista antropológica o etnográfica (Agar, 1980; Spradley, 1979), entrevista informal (Kemp, 1984; Ellen, 1984) o no directiva (Thiollent, 1982; Kandel, 1982). Nuestro objetivo será mostrar que este tipo de entrevista cabe plenamente en el marco interpretativo de la observación participante, pues su valor no reside en su carácter referencial –informar sobre cómo son las cosas– sino preformativo. La entrevista es una situación cara-a-cara donde se encuentran distintas reflexividades pero, también, donde se produce una nueva reflexividad. Entonces la entrevista es una relación social a través de la cual se obtienen enunciados y verbalizaciones en una instancia de observación directa y de participación.

I. Dos miradas sobre la entrevista

En los manuales clásicos, la entrevista sirve para obtener datos que dan acceso a hechos del mundo. La entrevista habla del mundo externo y, por lo tanto las respuestas de los informantes cobran sentido por su correspondencia con la realidad fáctica. Desde esta perspectiva los problemas y limitaciones de esta técnica surgen cuando esa correspondencia es interdiferida por mentiras, distorsiones de la subjetividad e intromisiones del investigador. Su validez radica en obtener información verificable, cuyo contenido sea independiente de la situación particular del encuentro entre ese investigador y ese informante. Las entrevistas no estructuradas son sospechadas precisamente porque aparecen como un instrumento personalizado. La estandarización de las entrevistas (formular las mismas preguntas con el mismo fraseo en el mismo orden) garantizaría que las variaciones son intrínsecas a los respondentes y no pertenecen al investigador.
Desde esta perspectiva la entrevista consistiría en una serie de intercambios discursivos entre alguien que interroga y alguien que responde, mientras que los temas abordados en estos encuentros suelen definirse como referidos no a la entrevista, sino a hechos externos a ella. La información que provee el entrevistado tendría significación obvia, salvo por las “falta a la verdad”, los ocultamientos y olvidos9 ; para ello se recurre a chequeos, triangulaciones, informantes más confiables o informados y a un clima de “confianza” entre las partes. Según esta concepción la información se obtiene en la entrevista y es transmitida por el entrevistado (Thiollent, 1982: 79).
Desde una perspectiva constructivista, la entrevista es una relación social de manera que los datos que provee el entrevistado son la realidad que éste construye con el entrevistado en el encuentro. Como señala Aaron Cicourel, las normas supuestas para mantener una entrevista no son otras que las normas de la buena comunicación en sociedad. A veces, investigador e informantes utilizan el mismo stock de conocimientos, el mismo tipo de evidencia, las mismas tipificaciones y los mismos recursos para definir la situación (Cicourel, 1973). A veces esos stocks proceden de universos distintos. Para Charles Briggs las entrevistas son “ejemplos de metacomunicación, enunciados que informan, describen, interpretan y evalúan actos y procesos comunicativos”, y que muestran los “repertorios de eventos meta-comunicativos” de comunidades de hablantes (1986: 2; Hymes, 1972; Moerman, 1988). Los investigadores suelen mistificar la entrevista al confiar “en sus propias rutinas metacomunicativas” sin preocuparse por ganar competencia en los repertorios de sus informantes. Al estructurar el encuentro “en función de los roles de entrevistador y entrevistado, los roles que cada uno ocupa normalmente en la vida se pasan a un sustrato o telón de fondo...”. Esto conlleva la mistificación de

“los investigadores [mismos ya que] ... lo que se dice es visto como un reflejo ‘de lo que está ahí afuera’ [de la situación], más que como una interpretación que ha sido producida conjuntamente por el entrevistador y el respondente. Dado que los rasgos sensibles al contexto de dicho discurso están más claramente ligados al contexto de la entrevista que al de la situación que ese discurso describe, el investigador puede malinterpretar el significado de las respuestas” (Ibid: 2-3; n.t.).

El entrevistado no ingresa a la entrevista dejando atrás las “normas que guían otros tipos de eventos de comunicación”, de manera que puede ocurrir que “las normas (que gobiernan su propia comunidad comunicativa) están en oposición a las que surgen de la entrevista” (Ibid: 3). El peligro, según Briggs, es que si las normas comunicativas del informante son distintas de las del entrevistador, éste le imponga las suyas. Por eso debe aprender el repertorio de metacomunicativo de sus informantes. Veamos cómo se hace este aprendizaje.
En la competencia metacomunicativa los hablantes generan contextos que exigen determinados posicionamientos de los participantes. En algunos sectores sociales la entrevista es un instrumento del estado para aplicar políticas sociales o medidas de control legal. Para otros la entrevista es completamente exótica, y para otros es un medio de trabajo. Las respuestas entonces estarán predeterminadas por la definición de la situación y de las preguntas. Por eso puede decirse que “no hay preguntas sin respuestas”; esto significa afirmar que a cada pregunta le corresponde una respuesta sino, más bien, que toda pregunta supone una respuesta o cierto rango de respuestas, sea por el enfoque de la pregunta, por su formulación o por los términos de fraseo. Esto vale para todos los tipos de pregunta que pueden incluir preguntas cerradas (a responder por si-no-sé), abiertas (a responder en palabras del informante) y de elección múltiple (más conocidas como multiple choice, con un número acotado de respuestas opcionales). Supuestamente las preguntas abiertas permiten captar la perspectiva de los actores, con menor interferencia del investigador.
Sin embargo, al plantear sus preguntas el investigador establece el marco interpretativo de las respuestas, es decir, el contexto donde lo verbalizado por los informantes tendrá sentido para la investigación y el universo cognitivo del investigador. Este contexto se expresa a través de la selección temática y los términos de las preguntas. Interrogar por “los problemas del barrio” en un villa miseria es definir la situación como lo hace un asistente social del estado. Por eso el investigador debe empezar por reconocer su propio marco interpretativo acerca de lo que estudiará, diferenciándolo en conceptos y terminología, del marco de los entrevistados; este reconocimiento puede hacerse revelando las respuestas subyacentes a ciertas preguntas y al rol que el informante le asigna al investigador.

II. Límites y supuestos de la no directividad

Otra vía para aprender las competencias metacomunicativas de una comunidad de hablantes es la entrevista no directiva. En antropología la no directividad era obligada por el desconocimiento de la lengua; en el mismo proceso de aprenderla el investigador se internaba en la lógica de la cultura y la vida social.
Pero al aplicar la mirada etnográfica sobre la propia sociedad, ese proceso pareció diluirse. Para re-conocer la distancia entre su reflexividad y la de sus informantes el investigador necesitó ubicarse en una posición de desconocimiento y duda sistemática acerca de sus certezas. La no directividad entonces se fue sistematizando incluso donde la diferencia cultural no era tan evidente.
Desde ciertos enfoques, la no directividad se funda en el supuesto del “hombre invisible”, como si no participar con un cuestionario o pregunta prestablecida, favoreciera la expresión de temáticas, términos y conceptos más espontáneos y significativos para el entrevistado.
Es cierto que la no directividad puede ayudar a corregir la imposición del marco investigador si esta táctica resulta de una relación socialmente determinada en la cual cuentan la reflexividad de los actores y la del investigador. Pero esto requiere igualmente analizar la presencia del investigador no directivo y las condiciones en que se produce la entrevista al campo de estudio. La reflexividad en el trabajo de campo y particularmente en la entrevista puede contribuir a diferenciar los contextos, a detectar la presencia de los marcos interpretativos del investigador y de los informantes en la relación; cómo cada uno interpreta la relación y sus verbalizaciones. Para ello es necesario ir tendiendo un puente entre ambos universos identificando a qué preguntas está respondiendo, implícitamente, el informante (Black & Metzger, en Spradley, 1979: 86). De este modo es posible descubrir e incorporar temáticas del universo del investigador, y empezar a preguntar sobre ellas.
La no directividad se basa en el supuesto de que “aquello que pertenece al orden afectivo es más profundo, más significativo y más determinante de los comportamientos, que el comportamiento intelectualizado” (Guy Mitchelat, en Thiollent, 1982: 85, n.t.). Las entrevistas no directivas típicas de los psicoanalistas, suponen que la intervención mediatizada y relativizada del terapeuta reside en dejar fluir la propia actividad inconsciente del analizado (Thiollent, 1982).
La aplicación de este supuesto, válido con matices en la entrevista etnográfica, resulta en la obtención de conceptos experienciales (experience near concepts de Agar, 1980: 90), que permitan dar cuenta del modo en que los informantes conciben, viven y asignan contenido a un término o una situación; en esto reside, precisamente, la significatividad y confiabilidad de la información. Pero para alcanzar esos conceptos significativos, el etnográfo se basa en los testimonios vividos que obtiene de labios de sus informantes, a través de sus líneas de asociación (Palmer, en Burgess, 1982: 107; Guy Michellat, en Thiollent, 1982: 85). En las entrevistas estructuradas el investigador formula las preguntas y pide al entrevistado que se subordine a su concepción de entrevista, a su dinámica, a su cuestionario, y a sus categorías. En las no dirigidas, en cambio, solicita al informante indicios para descubrir los accesos a su universo cultural. Este planteo es muy similar a la transición de “participar en términos del investigador” a “participar en téminos de los informantes”.
Para esto la entrevista antropológica se vale de tres procedimientos: la atención flotante del investigador; la asociación libre del informante; la categorización diferida, nuevamente, del investigador.
Al iniciar su contacto con el investigador lleva consigo algunas preguntas que provienen de sus intereses más generales y de su investigación. Pero a diferencia de otros contextos investigativos, sus temas y cuestionarios más o menos explicitados son sólo nexos provisorios, guías entre paréntesis que serán dejadas de lado o reformuladas en el curso del trabajo. La premisa es que si bien sólo podemos conocer desde nuestro bagaje conceptual y de sentido común, vamos en busca de temas y conceptos que la población expresa por asociación libre; esto significa que los informantes introducen sus prioridades, en forma de temas de conversación y prácticas atestiguadas por el investigador, en modos de recibir preguntas y de preguntar, donde revelan los nudos problemáticos de su realidad social tal como la perciben desde su universo cultural.
Para captar este material, el investigador permanece en atención flotante (Guy Michelat y Maitre, en Thiollent, 1982), un modo de “escucha” que consiste en no privilegiar de antemano ningún punto del discurso (Ibid: 91). Este procedimiento se diferencia del empleado en las encuestas y cuestionarios porque la libre asociación permite introducir temas y conceptos desde la perspectiva del informante más que la del investigador. Promover la libre asociación deriva en cierta asimetría “parlante” en la entrevista etnográfica, con verbalizaciones más prolongadas del informante, y mínimas o variables del investigador.
Esta tarea sugiere la metáfora de un guía por tierras desconocidas; el investigador aprende a acompañar al informante por los caminos de su lógica, lo cual requiere gran cautela y advertir, sobre todo, las intrusiones incontroladas. Esto implica, además, confiar en que los rumbos elegidos por el baquiano lo llevarán a destino, aunque poco de lo que vea y suponga quede claro por el momento. Estos trozos de información, verbalizaciones y prácticas pueden parecer absurdas e inconducentes, pero son el camino que se le propone recorrer, aún con sentido crítico y capacidad de asombro. “El centramiento de la investigación en el entrevistado supone que el investigador acepta los marcos de referencia de su interlocutor para explorar juntos los aspectos del problema en discusión y del universo cultural en cuestión” (Thiollent, 1982: 93).
En este proceso, esa “confianza” del investigador en el informante se pone de manifiesto en el acto de categorizar. Llevando ya varios meses de investigación sobre la movilidad social en una comunidad bicultural Chiapaneca, su trabajo tomó un giro inesperado que la obligó a reformular el tema de investigación. Conversando con un “natural” (indígena) sobre la imagen que la población aborigen tenía del gobierno ladino, sucedió lo siguiente:

H: “¿Y cómo es el gobierno de los naturales?”
I: “ Ah, ese es distinto porque los viejitos vuelan y si hacés algo malo te chingan”.
H: “¿Cómo?”, preguntó sorprendida la investigadora.
I: “Sí, los viejitos vuelan alto y te chingan”.
(Hermitte, 1960; GTTCE, 1999).

Hermitte ya había escuchado estas cosas pero las había dejado allí en el depósito sin categorizarlas. La categorización diferida (Maitre, en Thiollent, 1982: 95), a diferencia de la anticipada, es una lectura mediatizada por el informante. Hermitte reparó esta vez en una formulación en un principio incomprensible (los viejitos vuelan) y comenzó a explorarla hasta encontrar el sistema indígena de creencias fundado en el nahual y la brujería como ejes de las nociones y prácticas referidas a la salud y la enfermedad, un medio de control social autónomo e inaccesible para los ladinos o mestizos.
La categorización diferida se ejerce a través de la formulación de preguntas abiertas que se van encadenando sobre el discurso del informante, hasta configurar un sustrato básico con el cual puede reconstruirse el marco interpretativo del actor. Este tipo de diálogo demanda un papel activo del entrevistador, por un lado, al reconocer que sus propias pautas de categorización no son las únicas posibles; y por otro lado, al identificar los intersticios del discurso del informante en donde “hacer pie” para reconocer/construir su lógica. En segundo lugar, la categorización diferida se plasma en el registro de información que aparentemente no tiene razón de ser para el investigador. Si en el cuestionario habitual el investigador hace preguntas y recibe las respuestas, en la entrevista etnográfica el investigador formula preguntas cuyas respuestas se convierten en nuevas preguntas. Pero este proceso no es mecánico demanda asombro, y para que haya asombro debe haber una ruptura con sus sentidos que “tenga sentido” para él. Y para esto se necesita tiempo, la espera paciente y confiada de que, por el momento, sólo se comprenden partes; pero que seguramente más adelante se podrán integrar los fragmentos dispersos. No se trata de una espera pasiva sino activa en la cual el investigador va relacionando, hipotetiza, confirma y refuta sus propias hipótesis etnocéntricas. Igual que la observación participante, la entrevista etnográfica requiere de un alto grado de flexibilidad que se manifiesta en estrategias para descubrir las preguntas y para identificar los contextos en virtud de los cuales las respuestas cobran sentido. Estas estrategias se despliegan a lo largo de la investigación, y en cada encuentro.

III. La entrevista en la dinámica general de la investigación

Dentro del proceso general de investigación la entrevista acompaña dos grandes momentos: el de apertura, y el de focalización y profundización. En el primero, el investigador debe descubrir las preguntas relevantes; en el segundo, implementar preguntas más incisivas de ampliación y sistematización de esas relevancias (Mc Cracken, 1988).

A)Descubrir las preguntas

En el trabajo de campo etnográfico la entrevista es una alternativa más entre otros tipos de intercambios verbales, entre los cuales no hay un orden preestablecido. Puede aparecer al principio o ya avanzada la investigación, dependiendo del lugar que tenga esta situación en la rutina local y de las decisiones del investigador. Sin embargo, en la primera etapa y hasta tanto no haya sumado algunas páginas a sus notas, la entrevista etnográfica sirve fundamentalmente para descubrir preguntas, es decir, para construir los marcos de referencia de los actores a partir de la verbalización asociada más o menos libremente en el flujo de la vida cotidiana. Desde estos marcos extraerá las preguntas y temas significativos para la segunda etapa.
El investigador necesita partir de una temática predeterminada, que será provisoria hasta tanto la vincule o sustituya por otros temas más significativos. Aceptar esta provisoriedad permite abrir la percepción a temas aparentemente inconexos, sin interpretarlos como elusiones, desvíos o pérdidas de tiempo.
En una oportunidad Roberto, un estudiante de antropología entrevistó a una señora que vivía en departamentos cercanos a un barrio humilde de Buenos Aires. Le interesaban los prejuicios contra residentes estigmatizados como “uruguayos”, habitantes de conventillos, “negros” e inmigrantes provincianos “villeros”. En la primera entrevista Roberto preguntó sobre trabajo, familia y barrio, sin que su entrevistada aludiera a distinciones sociales o raciales. Pero de pronto, la entrevistada empezó a contarle por propia iniciativa, de su práctica del aerobismo. Roberto, algo decepcionado por el rumbo que tomaba la conversación –¡sentía que se le iba de las manos!– le preguntó por donde solía correr y ella le fue detallando sus circuitos habituales; un área bien definida, precisamente la zona más pobre y con mayor concentración de conventillos, quedaba excluida. Roberto, desde su “atención flotante” le preguntó: “¿Y por ésta y esta calle no corrés?”. “¡¡¡No!!!”, le respondió ella, “¡¡¡Si ahí están los negros!!!”. Por una vía indirecta, que no parecía pertinente, había ido a dar exactamente a lo que le preocupaba, la segregación socio-residencial.
Esa experiencia mostraba, también, la importancia de “no ir al grano”. Esta expresión significa en el lenguaje corriente, encarar directamente un tema. Por definición metodológica, el investigador no puede hacer esto cuando comienza la investigación porque desconoce no sólo “cómo hacerlo” sino “cuál es el grano” para la gente. Este desconocimiento, sin embargo, puede ocultarse bajo la similitud formal entre las categorías teóricas y las categorías nativas. Es como preguntar en un barrio humilde: ¿Cuáles son las manifestaciones culturales de este barrio? Si sus habitantes identifican “cultura” con “alta cultura”, la respuesta será: ¡Ninguna!
El descubrimiento de las preguntas significativas según el universo cultural de los informantes es central para descubrir los sentidos locales. Esto puede hacerse escuchando diálogos entre los mismo pobladores intentando comprender de qué hablan y a qué pregunta implícita están respondiendo (indexicalidad y reflexividad); pedirle a alguien que formule una pregunta interesante acerca de tal o cual tema (por ejemplo, ¿cómo preguntaría sobre la vida en el barrio?), o una pregunta posible para cierta respuesta (¿qué pregunta se aplicaría a una respuesta que dijera: acá el barrio es muy tranquilo?) (Spradley, 1979: 84).
Sin embargo, estos procedimientos tienen sus inconvenientes porque si los informantes no comprenden la reflexividad del investigador (qué se propone), pueden responder con lo que suponen que éste desea oír. Spradley recomienda usar preguntas descriptivas solicitando al informante que hable de cierto tema, cuestión, ámbito, pasaje de su vida, experiencia, conflicto, etc.: ¿Puede usted contarme cómo es el barrio? Estas preguntas sirven para ir construyendo contextos discursivos o marcos interpretativos de referencia, en términos del informante. Desde estos marcos el investigador puede avanzar hacia preguntas culturalmente relevantes, al tiempo que se lo familiariza con modos de pensar, asociando términos y frases referidos a hechos, nociones y valoraciones. Por eso es clave que en esta primera etapa el investigador aliente al informante a extender sus respuestas y descripciones, explicitando incluso que podría parecerle trivial o secundario.
Este aliento puede lograrse introduciendo la menor cantidad posible de interrupciones, dejando que fluya el discurso por la libre asociación, o abriendo el discurso a través de preguntas abiertas. Sin embargo, permanecer en riguroso silencio puede derivar en la ansiedad, el malestar y hasta en la finalización del encuentro. Si el silencio parece forzado, en ves de denotar interés y respeto de parte de quien escucha, puede dar la imagen de que el hablante está siendo evaluado. Por otro lado, si las interrupciones son necesarias para fluidez al encuentro, es conveniente que el investigador se pregunte qué pretende con ellas y cuáles podrían ser sus derivaciones. Sin embargo la dinámica de la entrevista y las personalidades en juego introducen particularidades que ningún recetario o manual puede predecir.
A lo largo de una entrevista el investigador puede adoptar medidas diversas para promover la locuacidad del informante, con variables grados de directividad (Whyte, 1982: 112).
i) un simple movimiento con la cabeza, asintiendo, negando o mostrando interés (Inf.: Y así, el barrio se puso tranquilo; Inv.: Ahá.);
ii) repetir los últimos términos del informante (Inv.: ¿Así se puso tranquilo?);
iii) emplear estas últimas frases para construir una pregunta en los mismos términos (Inv.: ¿Y por qué se volvió tranquilo? (o) ¿Cuándo se puso tranquilo?);
iv) formular una pregunta en términos del investigador sobre los últimos enunciados del informante (Inv.: Y ahora que está tranquilo, ¿cuál es la diferencia en el barrio comparando con otros tiempos?);
v) en base a alguna idea expresada por el informante en su exposición, pedirle que amplíe (Inv.: Ud. me decía que antes la gente era más pacífica. ¿Qué cosas pasaban entonces para que la gente fuera así?);
vi) introducir un nuevo tema de conversación.

Conviene que las interrupciones del investigador en el discurso del informante sean cuidadas y en lo posible no accidentales, para evitar interrumpir la libre asociación de ideas (Kemp & Ellen, 1984). Pero también es necesario intercalar preguntas aclaratorias o de “respiro” a riesgo de perder el hilo de la exposición o agotar al informante.
Para las preguntas de apertura del discurso del informante, Spradley distingue las preguntas gran-tour (1979: 86) que interrogan acerca de grandes ámbitos, situaciones, períodos (¿Puede usted contarme cómo es el barrio?), con cuatro subtipos:
* las típicas, en que se interroga sobre lo frecuente, lo recurrente (¿Cómo se vive en este barrio?);
* las específicas, referidas al día más reciente del informante, o a un local más conocido por él, etc. (¿Cómo fue la semana pasada en el barrio?);
* las guiadas, que se hacen simultáneamente a una visita por el lugar, en que el informante añade explicaciones conforme avanza la visita (Cantilo, un vecino de la villa me iba mostrando el camino que solía hacer al Mercado de Abasto, comentando sobre la gente que saludaba; cuando llegamos me acompañó por el interior contándome qué hacía mientras hurgaba en los tachos de basura, mandaba a la hija menor a “manguear” a los puesteros y negociaba con otros la descarga de algunos camiones para el día siguiente; de este modo tuve una idea aproximada del contexto donde Cantilo extraía parte de su alimentación, conformaba ciertas redes sociales y de reciprocidad);
* las relacionadas con una tarea o propósito, paralelamente a la realización de alguna actividad, como cuando el informante explica lo que está haciendo (una comida, arreglo de su casa, etc.).

Las preguntas mini-tour y sus subtipos son semejantes a las gran tour pero se refieren a unidades más pequeñas de tiempo, espacio y experiencia. Se puede indagar en un servicio hospitalario, en una zona del barrio (la Avenida, la calle tal o cual), el último año de trabajo, la última huelga, etc.
En las gran- y mini-tour pueden intercalarse preguntas de ejemplificación donde se solicita al informante que de ejemplos de un caso concreto vivido o atestiguado por él. Me decía Silvita que “Acá el problema es que el villero lo tratan como una basura”. “¿Por qué?, a vos o alguien que conozcas le paso algo alguna vez?”. “¡¡¡Pufff, claro!!! El otro día venía en el colectivo y me bajé, y unos pibes dicen bien fuerte, para que escuche, ¿no?, dicen: ‘lástima que sea villera’. Yo no sabía donde meterme”.
Toda pregunta puede plantearse en términos sociales: ¿Qué hace la gente en la Cuaresma? O personales: ¿Qué hace usted en la Cuaresma?
A lo largo de la descripción el informante suministra información acerca de “quiénes” están allí, “cuántos” son , “qué” ocurre, “cuáles” son las actividades preponderantes, “qué situaciones frecuentes”, “cuánto tiempo” están o han estado viviendo allí; “cómo” es el lugar, su extensión, sus subdivisiones internas, etc. A cada frase podrían seguir nuevas preguntas acerca de qué, cómo, quién, dónde, cuándo, por qué, y para qué (Spradley, 1979; Agar, 1980).
En el curso de la conversación el investigador puede recurrir a interrogantes estratégicamente directivos. Las preguntas anzuelo (bait de Agar, 1980: 93) pueden dar pie al pronunciamiento enfático del informante. En las preguntas del abogado del diablo (Strauss, 1973) el investigador suministra un punto de vista premeditadamente erróneo o contrapuesto para que el informante lo corrija o exponga su argumento.
En las preguntas hipotéticas se trata de ubicar al informante frente a un interlocutor o situación imaginaria. “¿Cómo se imagina que será la vida en departamentos?”: la presentación de situaciones hipotéticas puede permitir imaginar otras respuesta y puntos de enunciación que atañen a la valoración de la situación real (Spradley, 1979).
En síntesis, durante la primera etapa, el investigador se propone armar un marco de términos y referencias significativo para sus futuras entrevistas; aprende a distinguir lo relevante de lo secundario, lo que pertenece al informante y lo que proviene de sus propias inferencias y preconceptos, contribuyendo a modificar y relativizar su perspectiva sobre el universo cultural de los entrevistados. Como señala Agar, “en la entrevista etnográfica todo es negociable” (1980: 90). Los informantes reformulan, niegan o aceptan, aun implícitamente, los términos y el orden de las preguntas y los temas, sus supuestos y las jerarquizaciones conceptuales del investigador. De este modo, el investigador hacer de la entrevista un puente entre su reflexividad, la reflexividad de la interacción y de la población.

B) Focalizar y profundizar: segunda apertura

En la etapa siguiente se trata de seguir abriendo sentidos pero en determinada dirección, con mayor circunscripción y habiendo operado una selección de los sitios, términos y situaciones privilegiadas donde se expresa alguna relación significativa con respecto al objeto del investigador. En esta segunda etapa el investigador puede dedicarse a ampliar, profundizar y sistematizar el material obtenido, estableciendo los alcances de las categorías significativas identificables en la primera etapa. Para ello se vale de nuevas formas de entrevista que le permitan descubrir la dimensiones de una categoría o noción.
En las investigaciones en sociedades “exóticas”, el descubrimiento o la identificación de categorías es, quizás, más sencilla que en la propia sociedad del investigador, porque los términos le resultan poco familiares y es más sensible a sus manifestaciones. Pero en su propio medio estos conceptos se ocultan en expresiones que el investigador cree conocer porque las utiliza o las ha escuchado reiteradamente, aunque en realidad las desconozca en nueva o distinta significación.
Para explorar el sentido de un número restringido de categorías es conveniente reformular la perspectiva de la interrogación sobre un término específico, y buscar sus relaciones con otras categorías sociales. Pero es mejor encarar esta búsqueda en los usos más que en definiciones abstractas. Cuando entrevistaba a una concejal sobre los residentes de las villas, me contestó que lo más problemático era la promiscuidad. Pregunté: “¿Qué es ‘promiscuidad’para usted?”. La entrevistada sorprendida, me respondió: “¿¡Cómo ‘qué es promiscuidad’!? ¡Que andan en la promiscuidad, que son así, promiscuos!”. Yo no veía cómo salir del atolladero. Su sorpresa podía provenir de suponer a) que no había sido clara con el término, b) que se había expresado mal, c) que no estaba a la altura del entrevistador, o, y éste era el caso d) que la entrevistadora era una ingenua o imbécil, porque todo el mundo sabe qué significa “promiscuidad”; es cosa de sentido común. Optando por el uso, le pregunté: “¿Por qué me dice que los villeros viven en la promiscuidad? ¿Usted qué vio?”. “Y los ves, vas a la casa y los ves”. “Ahá”. “Un hijo se llama López, otro Martínez, otro Pérez. Ahí ves clarito la promiscuidad, ¡todos hijos de distinto padre!”.
Para esta etapa Spradley sugiere preguntas estructurales y contrastivas. En las preguntas estructurales se interroga por otros elementos de la misma o de otras categorías que puedan a su vez ser englobadas en categorías mayores (1979); cuando detecté que el “villero” es uno de los posibles habitantes de las villas, pregunté: ¿Quiénes más viven en la villa? Se me respondió “gente rescatable”, “gente decente”, etc.
Con las preguntas contrastivas se intenta establecer la distinción entre categorías. Siguiendo con el ejemplo, podía preguntar: ¿Qué diferencia hay entre el “villero” y la “gente rescatable”? Como la comparación entre estos términos proviene del uso categorial de los informantes, de una pregunta contrastiva se extraen datos acerca de la comparatividad de los elementos (Agar, 1980; Spradley, 1979). Los “no villeros”, por ejemplo, conciben al “villero” como lo opuesto a la “gente rescatable”, pero no a los “paraguayos”, porque los paraguayos son un tipo de villero.
El contraste es un tipo posible de relación entre categorías. Otras relaciones que muestran cómo se articulan los conceptos entre sí son las de inclusión (el villero es un tipo de pobre), ubicación (la vía es una parte de la villa), causa (Trini fue a la salita porque no sabía que tenía la criatura), razón (se van de la villa por el mal ambiente); localización de la acción (la vía es un lugar donde hay mucha joda), función (un pasillo con más de una entrada de acceso sirve para que se rajen los chorritos-ladronzuelos), secuencia (para hacer el pasillo primero se organizaron, después mangaron a los demás, después fueron a la Municipalidad y después trajeron los materiales y se pusieron a laburar), y atributos (acá la villa es jodido, se inunda...) (Spardley, 1979). Una vez identificadas, se puede explorar cómo usan las categorías y sus relaciones otros informantes. Las encuestas y cuestionarios son útiles en este punto porque permiten examinar los usos a universos mayores.
En un segundo momento de la investigación también se puede avanzar sobre temas que, por considerarse tabú, conflictivos, comprometedores o vergonzantes, no se han tratado en los primeros encuentros. Estas cuestiones suelen darse a conocer cuando el informante sabe “algo más” del investigador y, sobre todo, sobre cómo éste maneja la información, si mantiene el secreto y guarda la confianza. Ello es vital para asegurar que las actividades, reflexiones u opiniones de cada uno de los entrevistados no trascenderán a los demás, dañando la imagen y sus vínculos.
Sin embargo, guardar un secreto no es sencillo cuando se trata de hechos conflictivos cuyos protagonistas son fácilmente identificables. ¿Cómo no poner de manifiesto la fuente y, al mismo tiempo, contrastar visiones contendientes? A esto se suma que el investigador suele ser el confesor, y también el blanco de reclamos de legitimidad por las partes en una disputa. Una forma de evitar es ampliar la problemática de tratamiento a través de preguntas suficientemente generales como para incluir aspectos relativos a las versiones enfrentadas pero esto obliga a plantear el tema general adecuado para englobar al caso particular (Whyte, 1982: 116).
Además, los temas “tabú” son propios de cada grupo social y de cada sociedad. Es probable que el investigador descubra en sus primeras indagaciones algunos de estos temas, advirtiéndosele que su tratamiento es inadecuado o prohibido. No existe una conducta única y perfecta con respecto a estas cuestiones; su manejo resulta más de una constante negociación con el investigador. Tiempo y continuidad del trabajo de campo pueden contribuir a que los informantes decidan que ya es hora de abrir “algunas cajas fuertes”; el resto probablemente la relación se mantenga en términos cordiales y en un nivel general.
En suma, en el período de profundización y focalización la no directividad sigue siendo útil porque la apertura de sentidos no concluye sino con la investigación misma, pero ahora la búsqueda continúa dentro de los límites fijados en la primera fase. La mayor directividad ayuda en esta segunda etapa a cerrar temas y a ponderar niveles de generalización de la información obtenida.

IV. La entrevista en la dinámica particular del encuentro

La entrevista es un proceso en el que se pone en juego una relación que las partes conciben de maneras distintas. La dinámica particular sintetiza las diversas determinaciones y condicionamientos que operan en la interacción y, en especial, en el encuentro entre investigador e informantes. Sus variantes son infinitas pero algunos puntos son nodales y aparecen en todas las entrevistas, como los temas, los términos de la conversación (unilateral, bilateral, informativa, intimista, etc.), el lugar y la duración. Seguidamente nos ocuparemos de ellos bajo dos términos generales: el contexto y el ritmo de la entrevista.

A)El contexto de la entrevista

Suele entenderse por contexto al “marco” del encuentro. Aquí, según ya señalamos, lo concebimos no como un telón de fondo de una trama, sino como parte de la trama misma (C. Briggs, 1986; Giglioli, 1972; Moerman, 1988). En este sentido el contexto comprende dos niveles, uno ampliado y otro restringido. El ampliado se refiere al conjunto de relaciones políticas, económicas, culturales, que engloban al investigador y al informante (si ambos pertenecen a poderes en una relación colonial, de clase, etc.). “Durante el Proceso (el régimen militar argentino entre 1976 y 1983) cuando venía algún asistente social al barrio a hacernos preguntas para arreglar algo en la villa, seguro que al día siguiente te barrían. Por eso acá no habla nadie”, le decía un vecino a la antropóloga Claudia Girola. El contexto restringido se refiere a la situación social específica del encuentro, donde se articulan lugar-personas-actividades y tiempo. Las instancias de este nivel varían en relación más directa con el desarrollo del trabajo de campo en esa unidad social.
En un trabajo de campo la entrevista suele tener lugar en ámbitos familiares a los informantes, pues sólo a partir de sus situaciones cotidianas y reales es posible descubrir el sentido de sus prácticas y verbalizaciones. Sucede, sin embargo, que como “extranjero” el investigador no conoce de antemano cuál es el contexto significativo y/o adecuado, y esto en dos sentidos. Por un lado los residentes de villas miserias han sido habituados a relacionarse con agentes oficiales en términos represivos o asistenciales, asignándole al investigador ciertos roles. Estos hábitos definen la relación de entrevista y la información que se produce. Por otro lado, si bien la entrevista etnográfica suele hacerse en el medio habitual del entrevistado, esto no siempre es una ventaja. Si la informante se siente controlada por su marido puede ser conveniente buscar otros ámbitos más “neutrales”. Quizás sea práctico dejar entonces que en una primera instancia el informante decida el lugar del encuentro, explorando gradualmente lugares alternativos y sus respectivas significaciones.10

B) Los Ritmos del Encuentro

En términos generales, una entrevista tiene un inicio, un desarrollo y un cierre. Puede dar comienzo con cualquiera, en cualquier lugar, con o sin concertación previa, con o sin una duración estipulada. Instancias como los encuentros causales y los comentarios “al pasar” pueden ser lo suficientemente importantes como para iniciar un encuentro más prolongado.
A diferencia de los intercambios verbales ocasionales la dinámica de las entrevistas de mediana o larga duración implica un mayor número de decisiones de parte del informante y del investigador (Mc Cracken, 1988). Puede ser aconsejable no enfocar temáticas demasiado acotadas hasta que la relación se consolide y el informante conozca más acabadamente, en sus propios términos, los objetivos del investigador. Al comenzar el encuentro puede ser oportuno referirse a “temas triviales”, trivialidad que se modifica según el sector social, étnico, etario de que se trate. Cada encuentro, sin embargo, es una caja de sorpresas y puede revelar cuestiones que se suponían confidencialísimas y que quizás no se repitan.
Una de las premisas clave con respecto a la duración de la entrevista es no cansar al informante no abusar de su tiempo y disposición; el material obtenido en tales circunstancias puede darse por compromiso, para “sacarse de encima al investigador”, y éste arriesga cerrarse las puertas de encuentros ulteriores. Intercalar alguna experiencia o comentario acerca de alguna vivencia del investigador puede compensar los términos unilaterales propios de una interacción entre alguien que pregunta y alguien que responde, contribuyendo a crear un espacio para que el informante exprese sus dudas y haga sus preguntas. Estas consideraciones dependen de poder distinguir entre el tiempo del investigador y el de los informantes; los entrevistados no son máquinas de informar según los plazos y necesidades del investigador, pese a que los llamemos “informantes”, como se hace en la jerga policial y también periodística.
El tiempo y los tiempos se negocian y construyen recíprocamente en la reflexividad de la relación de campo. Esperas, urgencias, pausas y retrasos son también significados que el investigador debe aprender “en carne propia”. Un etnógrafo de campo “tiempo completo” puede disponer de sus actividades sin someterse a horarios “urbanos” o “de oficina”. Sin embargo, el tiempo es también un ritmo interno que el investigador lleva consigo adonde quiera que vaya. La impaciencia suele ser el enemigo de la relación de trabajo. Aunque el investigador no elimine sus ansiedades, puede ponerlas en foco e identificarlas como carga propia.
El cierre o desenlace del encuentro tiene sus peculiaridades. Pueden suceder intrusiones externas que den por terminada la entrevista o también su orientación. Por lo que atañe al investigador, no es conveniente concluir la entrevista de manera abrupta en momentos de gran emotividad o en pleno tratamiento de puntos conflictivos y/o tabú. Estas y otras recomendaciones pertenecen a la esfera del trato interpersonal y seguramente serán manejadas por cada investigador según sus propios criterios y aquéllos que haya aprendido en el trato cotidiano a lo largo de su trabajo de campo. Este aprendizaje, que recorre a la entrevista y a la observación participante, tiene estrecha relación con quién es el investigador para los informantes.

Notas:
7 Malinowski no hablaba de “observación participante” en sus textos metodológicos y etnográficos. Probablemente su surgimiento como técnica se asocia a la Escuela de Chicago.
8 “Observar” y “tomar notas” se han convertido en casi sinónimos. Sin embargo, cabe recordar que en la mayoría de las instancias donde cabe la observación participante, el investigador deberá postergar el registro para después. Esto le permitirá atender el flujo de la vida cotidiana, aun en situaciones extraordinarias, y a reconstruir sus sentidos cuando apela a sus recuerdos.
9 El terror del investigador de olvidar lo que ve y lo que se le dice, es una réplica de esta perspectiva transformada en una ansiedad incorregible, que sólo puede ser mitigada con el registro paralelo y constante de todo cuanto ocurre y se dice en el campo. Esto, obviamente, es imposible, pero además soslaya el hecho de que las formas de registro modelan la relación de campo.
10 Los datos del encuentro, así como los del investigador y del informante, deben consignarse en las notas de campo. Un punto crucial de la dinámica de la entrevista es la forma de registro que adopta el investigador. Las notas de campo simultáneas pueden ser manuscritas o grabadas. En el primer caso, el investigador pierde contacto visual con el entrevistado, restándole al encuentro fluidez y espontaneidad. En el segundo, hay cuestiones que no se tratan ante un grabador, sobre todo cuando aún se desconoce la conducta del investigador. También pueden tomarse notas a, precedidas por un listado de expresiones que permitan reconstruir el encuentro. Es cierto que predisponen al investigador a rescatar mayor amplitud de información con el entrenamiento de la memoria. Pero los informantes pueden descifrar la falta de elementos ostensibles de registro como una falta de seriedad de sus entrevistados.

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