sábado, 6 de junio de 2009

Nociones para pensar la comunicación y la cultura masiva

Por Marita Mata

I. Pensar y hacer
Todos nos comunicamos. Comunicarse es una de esas experiencias sustancial y elementalmente humanas que asumimos como parte de nuestra cotidianeidad. Pero comunicarse es también, para muchas personas y en distintos de la actividad social, pública, una tarea, parte de su labor, un desafío. Doble objeto, en suma: algo que nos constituye –y que por tanto sería tan vital como el respirar– pero algo que se nos convierte en trabajo, actividad en la que invertimos esfuerzos, ideas, herramientas y de la que esperamos resultados.
Es bastante frecuente que al confrontar definiciones o nociones acerca de lo que representa para algunos sujetos la comunicación como experiencia y como trabajo, encontremos dicotomías y hasta contradicciones bastante significativas. Comunicarse –en el sentido experiencial– suele ser vincularse, poner en común, compartir, intercambiar. La comunicación –asumida como trabajo específico o relacionado con alguna otra tarea de tipo cultural– suele transformarse en producción de mensajes, manejo de instrumentos o canales, estrategias informativas.
Lo anterior no es casual. No se trata de una suerte de esquizofrenia individual. Vivida como experiencia, la comunicación representa el espacio donde cada quien pone en juego su posibilidad de construirse con otros. Pero transformación en práctica social predominan en ella los rasgos con que histórica y dominantemente fue pensada esa actividad desde que ella, por su creciente naturaleza pública, comenzó a constituir una esfera de preocupación para analistas de diversos orígenes y una esfera de interés para quienes invirtieron tiempo y dineros en ella con el objeto de extraer beneficios materiales, ideológicos, políticos. Es decir, desde el momento en que con la aparición y el desarrollo de las tecnologías de naturaleza electrónica la sociedad asumió las modalidades de comunicación masivas.
Desde entonces se buscaron modelos explicativos para comprender y orientar esas prácticas. Pero tales modelos no se detuvieron allí, en el objeto específico para el que fueron pensados sino que lo invadieron todo. Es decir, invadieron nuestro pensar y hacer comunicación: su capacidad modelizante fue tal que adquirieron carácter totalizador.
Lo que brevemente plantearemos a continuación son algunos de esos modelos de comprensión de la comunicación. Más o menos cuestionados y superados algunos, más o menos vigentes otros, todos ellos, operan en la realidad en que actuamos. Reconocerlos –incluso o especialmente en nuestra práctica– es garantía de capacidad reflexiva: la posibilidad de separarnos de la experiencia para iluminarla, comprenderla y poder transformarla, si es que de eso se trata.
Existen numerosos textos especializados en los que se abordan estas nociones y se realizan una exposición crítica de ellas. A lo largo de este Módulo haremos referencia a algunos de estos textos. Pero, por su naturaleza didáctica, incluimos como parte de él dos de ellos. Se trata de “Del análisis a la práctica: encrucijada para la comunicación”, de Ana María Nethol y de “Las teorías comunicativas” de Mauro Wolf.[1] Recomendamos leerlos inmediatamente después de la lectura de este texto y, posteriormente, realizar las actividades que sugerimos como propuestas de reflexión.

II. El modelo informacional

Demasiado frecuentemente la comunicación es caracterizada –y pensada– como un proceso de transmisión de significados que se realiza desde un emisor a un receptor utilizando algún tipo de canal. En esas caracterizaciones está presente el modelo explicativo originado, a partir de las proposiciones formuladas a fines de la década del ’40 en los Estados Unidos por Shannon y Weaver desde la teoría matemática de la información para garantizar, en el campo de la ingeniería de las telecomunicaciones, la mayor velocidad en las transmisiones de mensajes sin perder información y disminuyendo posibles distorsiones.
Aquel modelo esquematizaba del siguiente modo los procesos de transmisión de información entre máquinas:


En tales procesos la comunicación (la transmisión) se considera eficaz o exitosa cuando el destinatario recibe exactamente lo que la fuente ha organizado como mensaje a transmitir. Y ello es posible –al eliminarse o controlarse los ruidos– porque la fuente y el destinatario emplean un mismo código, entendido como “sistemas de reglas que atribuye a determinadas señales un determinado valor” y no un cierto significado.[2] En su interesante y comprensivo texto sobre las teorías comunicativas, Wolf precisa esa distinción: “dicho de otra forma, con un ejemplo extraído de Escarpit (1976) la perspectiva de los teóricos de la información es parecida a la del empleado de correos que debe transmitir un telegrama: respecto al emisor y al destinatario que están interesados en el significado del mensaje que se intercambian, su punto de vista es distinto. El significado de lo que transmite le es indiferente, ya que su papel es el de hacer pagar de forma proporcional a la extensión del texto, es decir, a la transmisión de una cantidad de información”.[3]
Entre ese esquema inicial proveniente de la teoría de la información –que fue rápidamente adoptado por los primeros teóricos norteamericanos de la comunicación de masas– y posteriores e incluso actuales construcciones conceptuales de corte transmisor o informacional existieron, por cierto, reformulaciones y enriquecimientos que no pueden ignorarse.
Así, por ejemplo desde el terreno de la lingüística estructura, Roman Jakobson dio una dimensión comunicativa al modelo matemático al incorporar a el, las nociones de contexto en que se produce la transmisión, al diferenciar las funciones que puede cumplir el lenguaje, etc. Por su parte, los teóricos funcionalistas irían produciendo avances sobre ese modelo al considerar, por ejemplo, el papel que juegan los grupos de pertenencia de los individuos en las operaciones de interpretación de los mensajes y particularmente sobre sus efectos.
Finalmente, los representantes de la teoría crítica introdujeron nociones tales como la de la ideología y manipulación que, al operar como recursos explicativos de los macro procesos de comunicación, permitieron abordar y develar la función social y política de los emisores y productos comunicativos.
Al respecto resulta de gran interés la exposición realizada por Ana María Nethol en el texto citado, acerca de las elaboraciones de Melvin De Fleur, Wilbur Schramm y el propio Jakobson. Leyendo ese texto y las páginas que Wolf dedica a los aportes de ese lingüista a la teoría de la información (ver 1. 9. 1. “El modelo comunicativo de la teoría de la información” de nuestro material de lectura) sería conveniente preguntarse las siguientes preguntas:

-¿Cuáles son los aspectos informacionales dentro de la propuesta de Roman Jakobson?
-¿Cuáles son los avances o ampliaciones que realiza Jakobson desde el modelo informacional a una perspectiva más comunicativa?
-¿Cuáles son, de todos modos, las limitaciones de lo que Wolf denomina modelo semiótico-informacional?

Las anteriores son simples referencias para indicar que el original modelo matemático-informacional fue convirtiéndose en un modelo comunicativo más complejo, legitimándose así como modelo apto para explicar ya no sólo la transmisión de señales entre máquinas sino los múltiples procesos de intercambio entre seres humanos. Sin embargo, pese a todos los enriquecimientos, pese a todos los nuevos ingredientes psicológicos, lingüísticos y sociológicos que se le añadieron, no dejó de constituir una matriz cuya lineariedad y carácter instrumental puede cuestionarse desde otras perspectivas de comprensión de los hechos comunicativos.

II. 1. Limitaciones y Consecuencias

Pensemos ahora en las limitaciones que conlleva pensar la comunicación en términos de procesos lineales que comienzan en un emisor que produce y envía un mensaje a través de un determinado canal (no importa que no sea de naturaleza tecnológica) y que terminaron en la figura de un receptor que, al recibir los mensajes, los decodifica e interpreta consecuentemente.
Nadie se atrevería a dudar que una fiesta es un espacio de comunicación donde diversos sujetos entran en relación, se expresan, se manifiestan individualmente y colectivamente. Sin embargo, ¿es posible identificar allí emisores y receptores? Nuestra propia experiencia podría decir muchísimos. Pero ¿son todos ellos equiparables a ese “conjunto estructurado de signos de acuerdo a un código determinado” tal como se han definido por mucho tiempo a los mensajes desde ciertas corrientes lingüísticas? El clima creado por la música, el roce de los cuerpos, las luces, los murmullos o gritos, ¿son el contexto –la circunstancia en que se producen los mensajes– o son parte de una manera festiva de comunicarse –de entrar en relación, de identificarse y compartir con otros– es decir, son también lo comunicado?
Podría decirse que el caso de la fiesta es un caso extremo y, en consecuencia, poco válido para basar en él las limitaciones de un cierto modelo explicativo. En realidad, no es más extremo que otros modos colectivos masivos de comunicación, cuyo propósito fundamental no es la transmisión de información, aunque de hecho, siempre exista algo a expresar o a manifestar, algo nuevo por decir o algo que quiere decirse nuevamente. Nos referimos a las manifestaciones colectivas de diverso tipo (religiosas, políticas), a las múltiples ceremonias y rituales de los que está hecha nuestra vida en sociedad (desde los actos escolares a las celebraciones institucionales; desde las fiestas patrias a las celebraciones de vida y muerte que marcan nuestra vida cotidiana). De ahí que planteemos una primera reserva frente a ese modelo explicativo ya que quedan fuera de su alcance comprensivo demasiada zonas y actos de comunicación.
Pero sus limitaciones también pueden advertirse cuando se aplica ese modelo o esquema a actos comunicativos que, sin duda, tienen mucho más la forma de un envío de mensajes, o se acomodan mejor a la idea de un proceso de transmisión, como ocurre con los mensajes producidos y difundidos a través de los llamados medios de comunicación.
Tomemos el caso de un programa televisivo, en el que fácilmente podemos reconocer emisores y presumir receptores. El mensaje, ¿es sólo lo articulado y transmitido en función de códigos lingüísticos, visuales y sonoros o también forma parte de él –y parte nada accesoria– el canal como código de comprensión cultural? En otras palabras, ¿se produce y recibe del mismo la misma noticia, la misma propuesta de entretenimiento, a través de la radio, de la televisión o de un periódico? Y el problema no se resuelve teniendo en cuenta la mayor o menor exposición de distintos sujetos a los diferentes medios, o teniendo en cuenta las características ellos asumen en cada sociedad (dimensiones, propietarios, etc. ) como muchas veces se ha hecho para “completar” lo que falta al esquema analítico que estamos cuestionando, en el cual los canales son meros instrumentos. En este caso no son modos o actos comunicativos los que quedan fuera del alcance del modelo informacional, sino que él distorsiona la comprensión de los medios de naturaleza masiva como formas de organización cultural reduciéndolos a una pura dimensión de transportadores de señales.[4]
El modelo informacional, como paradigma de comprensión de los intercambios entre los seres humanos, tiene también consecuencias particularmente significativas.
Ese modelo trasladó a los sujetos emisores y receptores la misma relación de asimetría existente entre las máquinas con respecto a los códigos y, consecuentemente, adoptó la idea de isomorfismo entre ambos términos del proceso. Vale decir, la idea de una homología entre la función emisora y la función receptora: la primera, codificando mensajes, la segunda decodificándola, en virtud de un instrumento dotado de cierta neutralidad y univocidad: el código. De tal manera, lo que se transmite en un acto comunicativo cualquiera es un mensaje respecto del cual –y más allá de las variables psicológicas y sociológicas que caracterizan a los diversos sujetos– es posible precisar un cierto significado cuya correcta comprensión por parte del receptor determina el éxito de la comunicación. En este modelo, serán considerados, como ruido todas las desviaciones en la comprensión del mensaje, es decir, en la atribución del significado correcto por parte del receptor.
De ahí que, aún cuando los mismos teóricos de la mass communication research hayan trasladado a la comunicación humana la idea de retroalimentación presente en el modelo matemático-informacional, y aún cuando hayan avanzado notablemente en la consideración de los factores externos al hecho comunicativo que influyen en la decodificación, la imagen del receptor que se crea desde esta perspectiva es la de un sujeto cuya actividad resulta menguada, ya que es la réplica en el espejo de la figura del emisor.[5]
Esa subsidiareidad de la figura del receptor, que sólo parecía modificarse cuando él mismo ocupaba el lugar del emisor en una situación de comunicación de doble vía, llevó a desarrollar una serie de proposiciones que, en buena medida, están en la base de muchos planteos relacionados con la comunicación alternativa o popular y educativa, aún cuando no se reconozca que en ellos persiste el pensar lineal, informacional.
Así, por ejemplo, fue consolidándose la idea según la cual la información se diferencia o se distingue de la comunicación en tanto la primera es sólo transmisión unilateral de mensajes (de un emisor a uno o varios receptores) mientras que la segunda es el intercambio de mensajes. Vale decir, un proceso en el cual distintos sujetos pueden funcionar como emisores.
En realidad, si se analizan los textos de diversos autores que explicitan esta diferenciación [6] puede observarse que, de lo que se trata, es de impugnar la falta de reciprocidad (el término es usado por Pasquali), existente diversas situaciones comunicativas, pero, especialmente, en el sistema integrado por los medios de naturaleza masiva. Y reciprocidad quiere decir poder emitir en igualdad de condiciones rechazando la subsidiareidad del rol del receptor, tal como lo precisa Kaplún: “Los hombres y pueblos de hoy se niegan a seguir siendo receptores pasivos y ejecutores de órdenes”.
Creemos que es un imperativo ético y político trabajar para que en nuestras sociedades, tanto en los ámbitos públicos como en los privados, los individuos tengamos igualdad de derechos en el terreno de la expresión y la misma oportunidad para tomar decisiones. Pero creemos que ello no debe ni puede impedirnos reconocer que la reciprocidad comunicativa no puede fundarse en una búsqueda de igualitarismo transmisor con el emisor porque, si así fuera, una significativa cantidad de actos a los que los autores citados suponemos no identificarían como meros procesos de información (en la terminología de Pasquali) o de comunicación unidireccional (en la de Kaplún), no serían más que eso. Imaginemos el festival de música popular donde los habitantes de una determinada zona difunden sus composiciones. Los asistentes, esos otros vecinos que acuden para escuchar, ¿son o no receptores? Y si lo son, ¿están comunicándose o son simple término de un proceso unilateral de transmisión en tanto a su vez no componen, no cantan y sólo aplauden, atienden entretenidos la música o se retiran aburridos?
Ana María Nethol señala con precisión que:

siempre se produce, comunicativamente hablando, una situación de intercambio en el sentido de los símbolos empleados por los sujetos que profieren un acto de comunicación. Cuando el sacerdote da un sermón, hay seguramente allí congregados un grupo de feligreses cuya acción comunicativa, es la escucha, posiblemente acompañada de actos no verbales: aquiescencia con miradas, seguimiento de los gestos del locutor, silencios significativos ante algún párrafo que interpreta las escrituras. Podríamos decir que en la multiplicidad de intercambios comunicativos se establecen interacciones que no siempre implican la posibilidad de réplica o respuesta directa. Diríamos que esta posibilidad está ligada a las formas de contrato comunicativo o, dicho con otras palabras, al tipo de relación que se establece entre los interlocutores según su situación social y sus formas de relacionamiento”.[7]

Quisiéramos destacar cómo, para Nethol, la escucha (la recepción) es acción comunicativa. Esta posición no implica desconocer que existen numerosísimas situaciones en las cuales el intercambio comunicativo entre diversos actores es desigual en términos de saber y poder. Pero, aun en esos casos, el receptor cumple una actividad que le es propia. De lo que se trata, entonces, es de precisar en qué consiste esa actividad, de qué manera ella se pliega o diferencia de la actividad del emisor y cómo ambos, de manera compleja, producen unos sentidos al comunicarse, vale decir al entrar en relación.
Así, analizando las limitaciones del modelo informacional y las consecuencias que ello tiene para nuestra percepción de la comunicación social, nos hemos deslizado al campo fructífero de otras perspectivas teóricas que analizaremos seguidamente.

III. La comunicación como producción de sentido y hecho cultural

Han sido diversas disciplinas como la semiótica, la teoría literaria y ciertas perspectivas sociológicas –como la que representan los cultural studies ingleses– las que permitieron una superación del modelo informacional de la comunicación.
De entre los múltiples aportes realizados por tales disciplinas y enfoques, nos interesa destacar algunos que consideramos particularmente significativos para el tema que nos ocupa.
Un eje sustancial lo constituye, en este sentido, la consideración de las prácticas comunicativas como espacios de interacción entre sujetos en los que se verifican procesos de producción de sentido. Los emisores ya no transmiten unos mensajes significados elaborados en virtud de un instrumento neutro –el código– que son recibidos y decodificaciones más o menos adecuadamente por los receptores en función de su utilización equivalente del mismo instrumento.
Asumiendo que un discurso es toda configuración témporo-espacial de sentido, una de las proposiciones claves de la teoría del discurso es, sin duda, el carácter no lineal de la circulación del sentido. Dice Eliseo Verón:

del sentido, materializado en un discurso que circula de un emisor a un receptor, no se puede dar cuenta con un modelo determinista. Esto quiere decir que un discurso, producido por un emisor determinado en una situación determinado, no produce jamás un efecto y sólo uno. Un discurso genera, al ser producido en un contexto social dado, lo que podemos llamar un ‘campo de efectos posibles’. Del análisis de las propiedades de un discurso no podemos nunca deducir cuál es el efecto que será en definitiva actualizado en recepción. Lo que ocurrirá probablemente, es que entre los posibles que forman parte de ese campo, un efecto se producirá en unos receptores y otros efectos en otros. De lo que aquí se trata es de una propiedad fundamental del funcionamiento discursivo, que podemos formular como el principio de la indeterminación relativo del sentido: el sentido no opera según una causalidad lineal”.[8]

Estas consideraciones sobre el producto de la actividad discursiva (comunicativa) tienen a nuestro juicio una extrema importancia por cuanto obligan a reconocer que tanto en la esfera de la emisión como en la de la recepción existe producción de sentido –y no mera transferencia de los primeros a los segundos– aún cuando ella sea desigual, no simétrica. Los emisores, en unas ciertas circunstancias, despliegan un conjunto de competencias que les permiten investir, dotar de sentido a ciertas materias significantes. Los receptores, a su turno, atribuirán un sentido a lo recibido y esa atribución, asentándose necesariamente en los posibles sentidos delineados en un discurso dado, se realiza también en virtud de unas determinadas condiciones de recepción, de unas ciertas competencias comunicativas que poseen esos sujetos. Ser receptor, en consecuencia, no es ser pasivo recipiente o mecánico decodificador. Es un ser actor sin cuya actividad el sentido quedaría en suspenso.
Lo anterior, sin embargo, obliga a formular algunas consideraciones para salir al paso de una suerte de euforia tranquilizante, que ha pretendido asirse de ciertas nociones de la teoría del discurso y de las teorías la recepción para inocentar el poder. Nos referimos a aquellas posturas que, al reivindicar la actividad de los receptores, la confunden con una total libertad resignificadora, negando a los discursos su capacidad de configuración de un determinado campo de efectos o sentidos posibles.[9]
Si pensamos en las prácticas discursivas de naturaleza masiva, sean las de carácter informativo, los discursos políticos, el discurso educativo –para nombrar sólo algunos tipos fácilmente reconocibles– las asimetrías de naturaleza comunicativa resultan flagrantes. Pensemos tan sólo en el poder de determinación de lo dicho que poseen los emisores; pensemos en su capacidad para establecer y modificar las reglas del juego –las reglas del discurso–; pensemos hasta qué punto toda una historia de comunicación masiva, política y educativa ha ido modelando de cierta manera a los receptores de esos discursos al punto que ellos mismos forman parte de las condiciones de recepción de todo nuevo discurso del tipo. En consecuencia, comunicativamente hablando, la actividad productiva del receptor no es sinónimo de libertad. Y es bueno recalcarlo.
Pero, desde otro lado, también es conveniente realizar ciertas precisiones a fin de no postular –como a veces se hace desde las más simplistas teorías de la manipulación– la total libertad de los emisores.
Los emisores entablan unas relaciones, producen unos mensajes para los que buscan aceptación, adhesión, consumo. Ello les obliga a ejercer verdaderas estrategias de anticipación.[10] Es decir, los constriñe a organizar los intercambios de mensajes no sólo a partir de sus intenciones, deseos y saberes, sino tomando en consideración las condiciones de recepción de su discurso: la situación y la competencia de los receptores.
De ahí que podamos recuperar para la comunicación las ideas de contrato y negociación donde ambas partes –emisores y receptores– son activos, permaneciendo diferenciados en sus roles y su capacidad de operar. Y de ahí que reconociendo el indiscutible poder del emisor –aunque más no sea como aquél que tiene la iniciativa parta el intercambio– debamos advertir en su discurso la presencia activa de los receptores porque ellos están presentes como término de su producción, como el otro que habla en lo que yo digo.
Al respecto resultan de particular interés los planteos realizados por Ana María Nethol acerca de las asimetrías comunicativas y el control social y los comentarios que sobre la cuestión de la asimetría formula Mauro Wolf al relevar los postulados de la semiótica textual en los materiales de lectura propuestos.
Después de analizar ambos textos consideramos todo un desafío asumir la tarea que la propia Nethol propone reflexionar e interpretar el siguiente párrafo:

Las capacidades humanas y con ello las perspectivas de establecer modos de interacción simbólica que redunden en provecho de los hombres para los hombres, ceden paso, cada vez más ostensiblemente a la fuerza de sistemas instrumentales legitimados por la racionalidad. Estos sistemas deterioran las interactuaciones simbólicas y las capacidades reflexivas y prácticas de los sujetos”.

Otro aporte que consideramos de sustancial importancia es el realizado por la semiótica textual en torno a la naturaleza de lo comunicado.
Según sus perspectivas de análisis, hablar de un mensaje producido y recibido en base a determinados códigos resulta una simplificación terminológica. ¿Por qué? Porque se postula que lo que se recibe no son mensajes particulares, reconocibles en sí mismos, sino conjuntos textuales. Es decir, el resultado de prácticas que remiten no sólo a un código –lingüístico, sonoro, visual– en virtud del cual los signos se articulan con un cierto significado, sino fundamentalmente a otras prácticas y sus respectivos productos: a modos de decir –géneros, estilos, etc.– a medios para hacerlo –diversidad de canales empleados– e, incluso, a tipos de circunstancias en que ciertos discursos se producen, a la índole de sus productores, etc.
La perspectiva que acabamos de anunciar resulta clave para la comprensión de la comunicación como hecho y matriz cultural. Y si bien la importancia de este hecho se revela más notoriamente en lo que concierne a la comunicación masiva no resulta intranscendente para pensar globalmente la comunicación toda ves que lo masivo es hoy, en nuestras sociedades, el modo predominante del funcionamiento cultural.
Esta perspectiva permite indagar y percibir, por ejemplo, las articulaciones que se producen entre los diverso productos o mensajes que circulan en una sociedad y en un momento dado; permite plantearse cuestiones tales como la modelación histórica de los gustos y las opiniones; permite indagar el sistema de relevo con que operan diversas instancias de producción de mensajes y la manera en que ellas constituyen la trama discursiva –la trama de sentidos– de la sociedad.
Pero además, esa perspectiva resulta particularmente enriquecedora si lo que estamos tratando de comprender son las características que asumen los llamados procesos de comunicación popular o la propia comunicación educativa y si deseamos operar en esos terrenos.
Asumir que en el campo de la comunicación nadie recibe mensajes aislados sino conjuntos textuales porque cada mensaje particular remite a otros y se encadena con ellos en un continuum simbólico, cultural, implica aceptar que los mensajes de carácter alternativo o educativo que las organizaciones populares o educativas y promocionales producen, serán recibidos de la misma manera, es decir, insertos en ese conjunto cuya lógica global ha sido y está siendo diseñada desde otro lugar, el del poder.
Ese tipo de constataciones podría llevar –y de hecho existen hoy posturas resignadas o pragmáticas que así lo hacen– a plantear la imposibilidad de modificar una matriz y un sistema cultural dado. Podría llevar a afirmar que el único camino para la expresión pública popular es el que viene marcado desde la industria cultural masiva, que tan exitosamente funciona.
Nuevamente desde la teoría del discurso nos ayuda a realizar algunas precisiones desde una dimensión comunicativa. En uno de sus trabajos Marc Angenot señala que el discurso social es:

todo lo que se dice, todo lo que se escribe en un estado de sociedad dado (todo lo que se imprime, todo lo que se habla hoy en los medios electrónicos). Todo lo que se narra y argumenta... O más bien, las reglas discursivas y tópicas que organizan todo eso, sin que jamás se las enuncie. El conjunto –no necesariamente sistémico ni funcional– de lo decible, de los discursos instituidos y de los temas provistos de aceptabilidad y capacidad de diseminación en un momento histórico de una sociedad dada”.[11]

El conjunto de lo decible –que obviamente incluye lo no dicho– como podemos denominar al discurso social, es evidentemente un conjunto arituclado a partir de disposiciones que revelan un orden establecido. Dentro del mismo las posibilidades de variación son tan amplias o estrechas según sean las condiciones que regulan su producción. Porque lo decible no se restringe a unos ciertos temas y modos expresivos, sino que incluye además un conjunto de disposiciones explícitas o implícitas ­­–pero siempre legitimadas socialmente– acerca de los sujetos habilitados para proferir determinados discursos sociales, acerca de los lugares desde los que ellos pueden ser enunciados, acerca de los modos en que ellos pueden y deben circular y ser recibidos.
Por ello, y como bien indica Angenot:

El discurso social asegura la constitución de una hegemonía pansocial (y su evolución adaptativa) surgida indudablemente y de algún modo de los habitus del grupo dominante, pero que se impone como aceptabilidad instituida, colocando en un silencio incómodo a aquellos a quienes sus ‘gustos’ e ‘intereses’ no confieren el estatus de interlocutores válidos. De tal modo, a nivel de la cultura, de la circulación de símbolos, se constituye la idea de sociedad como cohesión orgánica, sin desintegrar no homogeinizar, sin embargo, la red extremadamente sutil que distingue los habitus de los diferentes sexos, las diferentes clases, los diversos roles sociales que funcionan bajo las hegemonías discursivas”.[12]

El terreno del discurso social, el terreno de la cultura y la comunicación es, consecuentemente, terreno de modelación social y, por ende, terreno de disputas y negociaciones, conflictos y acuerdos del orden del sentido. Reconocer lo que hegemoniza ese campo no impide proponer alternativas, emprender el camino del cuestionamiento.
De todos modos, y para regresar al terreno de la comunicación como hecho cultural quisiéramos contribuir a las proposiciones formuladas por Ana María Nethol en punto 6. 2. de nuestro material de lectura “De las culturas”, planteando algunas pistas de reflexión sobre el sentido de la comunicación y la cultura masiva.

IV. Lo masivo: ámbito cultural de la comunicación

El titulo elegido es ya una proposición: no importa de qué dimensión de la comunicación hablemos. Lo masivo, todo un modo de comunicarse que es un modo de producción de la cultura, está presente aún en nuestros más íntimos diálogos. A veces también hablamos de lo mediático y si son equivalentes no es, como veremos enseguida, porque sólo pensemos en los medios masivos, sino porque con ambas denominaciones se está nombrando una lógica cultural y comunicativa que todo lo impregna.
El tema es vasto y complejo y no podríamos agotarlo. Sólo aportaremos, como dijimos antes, algunas pistas de reflexión. Por ello, comenzaremos desarrollando dos ideas básicas a partir de las cuales precisaremos algunos de los rasgos culturales y comunicativos de nuestro tiempo.

IV. 1: La cultura masiva es algo más que un conjunto de productos

Durante mucho tiempo, hablar de la cultura masiva fue hablar de medios de comunicación de masas, y especialmente, de los productos elaborados y difundidos por ellos. Tanto la sociología norteamericana como la llamada teoría crítica de la escuela de Frankfurt produjeron notables aportes sobre las implicancias que tenían, en el terreno de cultural, las condiciones de vida derivadas de la existencia de una sociedad de masas. Sin embargo, la fuerza que desde la década del 40 adquirieron los medios masivos –inicialmente la radio– y una simplificación de su análisis, fue llevando a considerarlos como instrumentos autónomos, con una enorme capacidad para regular los comportamientos sociales a través de sus mensajes.
Esa simplificación se tradujo en totalizaciones desmedidas. Así, por ejemplo:

* Comenzó a hablarse de los medios como si todos ellos fueran lo mismo. Es decir, como si tanto sus tecnologías como el momento de aparición en una sociedad determinada y sus formas de operación, no implicaran diferentes modos de ser percibidos por los receptores y diferentes maneras de participar en el diseño de los rasgos culturales de una época dada.
* Comenzó a hablarse de los medios de comunicación como si ellos fuesen causa suficiente y única para producir determinados efectos, también generalizados. Todos los medios y en todos los lugares y circunstancias, desinformaban, despersonalizaban, alienaban –para sus críticos o detractores– o, por el contrario, todos ellos elevaban el nivel de conocimiento de las masas, contribuían a su modernización, a su integración social.

Tanto se extendieron esas ideas totalizadoras que llevaron a concentrar la mirada en los medios, dejando de percibir la complejidad de los hechos culturales y la complejidad de la propia comunicación.
No se consideraba, por ejemplo, que la transformación de las relaciones interpersonales está relacionada estrechamente con un nuevo ordenamiento de la vida cotidiana en el cual los medios de comunicación juegan un papel importante, pero que está decisivamente marcado por las transformaciones económicas y sociales experimentadas en nuestros países a partir de los procesos de industrialización y urbanización. La concentración de oblación en las grandes ciudades, las modificaciones de la vida familiar a causa del trabajo asalariado fuera del hogar, las rutinas impuestas por el ritmo de las fábricas –para dar sólo algunos datos– son elementos tan significativos como los propios medios para comprender las nuevas modalidades que asume la socialización de los individuos en una sociedad.
Pero esos elementos constitutivos de la cultura de masas no operan tampoco con un sentido universal. Las diferencias existen, y aun en idénticos contextos nacionales y epocales, es necesario reconocer que los procesos de socialización y las relaciones interpersonales son sensiblemente distintas a nivel urbano y rural o entre generaciones y sexos diferentes. Así, por ejemplo, hemos detectado en algunas investigaciones que realizamos en contextos urbanos, que para las mujeres amas de casa –esposas confinadas, confinadas a las rutinas hogareñas– la radio tuvo en sus orígenes –pero también posteriormente en lo que concierne a los sectores populares– una significación muy diferente a la que tuvo para los hombres. Para ellas el medio representó, entre otras cosas, la posibilidad de conocer los asuntos públicos que eran patrimonio masculino (asuntos deportivos, políticos, etc.) y a partir de ese aunque fuera mínimo nivel de información, la posibilidad de dialogar con esposos e hijos que usualmente accedían a múltiples espacios de interacción social tales como la fábrica, el bar, el club y hasta el transporte público.[13]
Considerar que la cultura masiva equivale o se corresponde estrictamente con los medios masivos, implica empobrecer la comprensión global de la realidad. Nos impide pensar las relaciones íntimas que existen entre el ordenamiento social, las formas de comunicación, las modalidades que asumen en una sociedad de masas todos los intercambios que se producen, sean de naturaleza interpersonal o colectivos, de índole política o económica.
Los medios y sus productos –los mensajes– son parte de la cultura masiva. Pero ella es mucho más que una suma de toda la producción industrial de bienes culturales que, incluso, excede en mucho a los medios masivos.[14] Ella puede definirse como un conjunto de comportamientos operantes.[15] Es decir, como una verdadera matriz que, siendo resultado de una lógica económica y social global es, a su vez, modeladora de la acción cultural.
Un ejemplo puede servir para clarificar esta concepción que consideramos clave en la comprensión de la comunicación y la cultura masiva. Detengámonos un momento a pensar en la noción de información que atraviesa nuestra cultura. Es sabido que la multiplicación fuentes y canales informativos estuvo estrechamente relacionada con la expansión del capital y las crecientes interacciones económicas. Existen historias de la prensa, a nivel mundial, que estudian ese proceso desde sus orígenes. También puede vincularse la multiplicación de fuentes y canales –como se lo hace en otros estudios– a procesos de naturaleza político-social tales como la constitución de los Estados Nacionales y la necesidad de integrar a los ciudadanos dispersos, con débil sentido de pertenencia a una unidad territorial y cultural.
Sin ignorar o minimizar las articulaciones entre el desarrollo informativo y un determinado funcionamiento del orden social, es preciso reconocer que la producción masiva de información utilizando ciertas tecnologías fue creando, por sí misma, unas necesidades particulares y una nueva racionalidad cultural central. Hoy puede decirse que, aquello respecto de lo no se informa, prácticamente no existe y ello tiene una influencia decisiva sobre los comportamientos sociales. Así, por ejemplo, una acción política o económica se diseña y se realiza como tal pero, al mismo tiempo, se diseña en términos de difusión, en términos de acción que debe darse a conocer, ya que no sólo será vivida y considerada como hecho político o económico, sino también como noticia.
Podríamos multiplicar los casos y ejemplos. En ellos encontraríamos siempre este doble movimiento entre una lógica global, un modelo de organización cultural y unas específicas –entre los cuales los medios masivos ocupan un lugar sin dudas relevantes– que se derivan de ese modelo pero que, a su vez, van constituyéndolo. Lo cual, como bien ha señalado Jesús Martín Barbero,

implica que lo que pasa en los medios no puede ser comprendido por fuera de su relación con las mediaciones sociales... y con los diferentes contextos culturales –religiosos, escolar, familiar, etc.– desde los que, o en contraste con los cuales viven los grupos y los individuos esa cultura”.[16]

IV. 2: La cultura masiva no es sólo una cultura impuesta

En realidad, lo masivo ha sido durante mucho tiempo, para la mayoría de comunicadores y educadores ubicados en lo que podría llamarse una perspectiva crítica o transformadora, sinónimo de maleficio. Las masas, si no iban acompañadas del calificativo populares aludían casi invariablemente a grandes muchedumbres indiferenciadas, sin rumbo, sólo cohesionadas por sentimientos fuertes, guiadas por pulsiones, posibles presas de la demagogia y el engaño.
La cultura masiva era la cultura de la manipulación. Una cultura producida por grupos poderosos capaz de seducir entre sus redes a las incautas masas, a los pasivos receptores, cuyas cabezas fueron –muchísimas veces– representadas gráficamente con la forma de embudos dentro de los cuales se vertían los productos adormecedores de conciencias. Los medios de comunicación masivos, ejes vertebrales de esa cultura, eran instrumentos de desinformación e incomunicación debido a su verticalidad, su unidireccionalidad, su deliberado diseño para mantener el status quo.
Mucho ha sido lo que se avanzó en el campo de las ciencias sociales en general y en el de los estudios de comunicación en particular en orden a cuestionar esas ideas durante los últimos años. En general, ese avance fue producto de un cuestionamiento más global a un tipo de pensamiento que se caracterizó por simplificar los problemas, reduciéndolos a oposiciones frontales, muchas veces maniqueas, y privilegiando la denuncia por sobre la comprensión.
Esa revisión no significó pasar de una visión apocalíptica y condenatoria respecto de la cultura y los medios de masas a otra visión integrada y complaciente. Es decir, no significó que allí donde antes se denunciaba la manipulación, la desinformación, la imposición de ideas destinadas a favorecer la reproducción de un orden social, empezaran a encontrarse virtudes, enormes posibilidades de uso alternativo, aspectos positivos. Por el contrario, significó un esfuerzo teórico que, asumiendo la cultura y la comunicación masiva como los modos característicos de la producción simbólica de nuestra época, trató de comprender su lógica, su sentido.
Uno de los aportes sustanciales, en ese sentido, lo constituyó el hecho de comenzar a pensar la cultura masiva en términos de construcción de la hegemonía más que en términos de dominación. Ciertamente, en nuestras realidades existen sectores propietarios de los medios de producción y circulación de bienes culturales que, en estrecha interacción con los sectores predominantes a nivel económico, tienen en sus manos el poder de diseñar sus estrategias para el conjunto de la sociedad. Pero para lograr esos fines no pueden proceder de su total arbitrio o libremente, sino que requieren hacer aparecer esas estrategias –sus productos o los valores que ellos encarnan– como deseable, necesarios y valiosos para la mayoría.
Al respecto señala Néstor García Canclini:

Para entender la eficacia persuasiva de las acciones hegemónicas, hay que reconocer, según la expresión de Godelier, lo que en ellas existe de servicio hacia las clases populares”.

Si no pensamos al pueblo como una masa sumisa que se deja ilusionar siempre sobre lo que quiere, admitiremos que se dependencia deriva, en parte, de que encuentra en la acción hegemónica una cierta utilidad para sus necesidades. Debido a que este servicio no meramente ilusorio, las clases populares prestan su consenso, conceden a la hegemonía una cierta legitimidad. Al tratarse de hegemonía y no de dominación, el vínculo entre ambas se apoyan menos en la violencia que en el contrato: una alianza en la que los hegemónicos y subalternos pactan prestaciones recíprocas. La importancia objetiva y subjetiva de este intercambio explica por qué la explotación no aparece todo el tiempo como el aspecto central de sus relaciones. Explica también el éxito del populismo –político y comunicacional– no por ser una operación manipuladora, sin por su capacidad de comprender este enlace, esta necesidad recíproca, entre clases opuestas.[17]
Esa perspectiva nos pone en camino pensar la cultura y la comunicación masivas como espacios claves para la producción de los sentidos predominantes del orden social en tanto emisores y receptores, productores y consumidores negociarán allí esos sentido, aunque la negociación se realice en términos desiguales ya que, mientras unos actúan desde situaciones de poder, otros lo hacen desde posiciones subalternas.
En una óptica convergente y que contribuye a reforzar las nociones que estamos manejando, el ya citado Rositi insiste en que las sociedades capitalistas contemporáneas tienen que atender un problema funcional; ellas necesitan constituir una cultura colectiva bastante sólida como impedir la disgregación y salvaguardar su orden; pero al mismo tiempo necesitan “constituirla sin embargo con una radical ambigüedad, es decir, de forma que se adapte a niveles de oportunidad (riqueza, prestigio, poder, etc.) que son desiguales.[18]
Este reconocimiento de la ambigüedad de la cultura y la comunicación masivas y de la lógica de construcción de la hegemonía con que operan no significa inocentarlas, negarles poder. Pero en tanto ese poder se basa menos en la imposición que en el convencimiento, la seducción o la utilidad, corresponde realizar otra lectura de lo que esa cultura ofrece, de los niveles de adhesión o rechazo que suscitan sus propuestas en diferentes sectores sociales y de las razones que existen para ello. Una lectura que antes vio sólo imposición permita ver ahora por qué algo se impone. Es decir, una lectura que detrás de las intenciones hegemónicas nos permita ver la contracara: las necesidades, expectativas, fantasías, deseos de los sectores subalternos.
En ese sentido el estudio de los cultural studies ingleses ha sido relevante.[19] Según esta corriente:

deben estudiarse las estructuras y los procesos a través de los cuales las instituciones de las comunicaciones de masas sostienen y reproducen la estabilidad social y cultural: ello no se produce de forma estática sino adaptándose continuamente a las presiones, a las contradicciones que emergen de la sociedad, englobándolas e integrándolas en el propio sistema cultural (...) Los cultural studies tienden a especializarse en dos aplicaciones distintas: por un lado los trabajos sobre la producción de los media en cuanto sistema complejo de prácticas determinantes para la elaboración de la cultura y de la imagen de la realidad social; por otro lado los estudios sobre el consumo de la comunicación de masas en cuanto lugar de negociación entre prácticas comunicativas extremadamente diferenciadas”.[20]

A manera de ejercicio de reflexión sería oportuno pensar en la conclusión que de diversos modos hemos ido delineando: la cultura y la comunicación masiva se construyen con la cooperación de los sujetos receptores, con sus adhesiones y rechazos. Unos y otros hablan de las estrategias del poder pero al mismo tiempo de las realidades vividas por los diferentes sujetos.

* ¿Hasta qué punto leemos de ese modo las prácticas culturales masivas que protagonizamos o protagonizan los sujetos con quienes desarrollamos tareas educativas, promocionales, etc.?
* ¿Por qué se consumen telenovelas, programas de entretenimiento, programas informativos? ¿Qué encuentran los receptores de los medios masivos –los sujetos con quienes trabajamos– en lo que consumen?
* ¿Qué nos dice ese consumo acerca de ellos mismos como individuos y como sujetos modelados por la cultura masiva?

IV. 3: El nuevo rostro de la cultura masiva

Hablar de un nuevo rostro de la cultura masiva hoy, en América Latina, es asumir que esa cultura predominante, pero ambigua, presenta unos rasgos o mejor dicho, unas maneras de constituirse y constituir la realidad que la diferencian sensiblemente de la existente una o dos décadas atrás.
Señalaremos, a continuación, los que entendemos son sus rasgos más significativos:

* El primero de ellos tiene que ver con lo que podríamos denominar la centralidad de los medios masivos.

Este rasgo podría parecer contradictorio con respecto a las nociones desarrolladas en el punto IV. 1. Sin embargo no es así. Al referirnos a la centralidad de los medios en la actual cultura de masas estamos planteando que hoy, como nunca, ellos son los principales organizadores del campo cultural en su conjunto.
Una formidable multiplicación de canales emisores debida a innovaciones tecnológicas sin precedentes, se ve reforzada con el abaratamiento progresivo de equipos y, en consecuencia, con una ampliación de los potenciales consumidores. La expansión de la televisión en zonas rurales del continente, la vulgarización de las grabadoras y reproductoras de cassettes de audio, son algunas de las muestras más visibles del fenómeno para el caso de los sectores populares. En otros segmentos sociales, el uso de la video-cassettera hogareña y la multiplicación de aparatos de radio y TV son notables.
Pero la centralidad de los medios –que no podría darse sin esa realidad teconológica– implica algo más que la multiplicación del consumo. Significa que ellos han ido ocupando nuevos lugares en la escena social y cumpliendo papeles antes reservados a otros actores.
Ya nos referimos al papel que cumplen como constructores de la realidad, en tanto lo que no pasa por ellos parece no existir. En ese sentido, los medios se han convertido en los legitimadores básicos de hechos e ideas: ellos imponen agendas, prefiguran temas que deben y pueden ser debatidos, sancionan como relevantes e insignificantes las acciones sociales. Son más que nunca árbitros de la nueva escena pública y, como si ella fuese un campo deportivo fijan las reglas que deben cumplirse y controlan a quienes participan no necesariamente en términos ideológicos y políticos a la antigua usanza (es decir mediante censuras) sino en tanto obligan a determinados comportamientos fundados en la lógica del medio.
Además de este efecto de legitimación que ejercen sobre lo que difunden, importa destacar su conversión en espacios de representación de interacción social.
En este sentido suele hablarse de nuevo papel cumplido por los medios masivos en estrecha relación con la política. Desde sus mismo orígenes ellos tuvieron estrecha vinculación con la difusión de ideas e, incluso, con la propagandización de propuestas partidarias. De alguna manera el espacio de la comunicación masiva y el de la política interactuaban prestándose mutuos servicios y apoyos. Hoy, lo que ha comenzado a transformarse es, justamente, esa interacción. Los medios despliegan hoy su propia estrategia de construcción de la escena política: pensemos, por ejemplo, en el diseño publicitario de las imágenes de los candidatos; pensemos en la organización de actos para ser televisados.
Pero mal haríamos en atribuir esa transformación a una especie “artera maniobra de los medios masivos” como seguramente hubiéramos pensado décadas atrás. Ella es un aspecto más de la modificación de la cultura política actual: de la pérdida de capacidad de interpelación de la clase política, de un quiebre de identidades colectivas preexistentes, del predominio de una racionalidad pragmática e instrumental que invade todos los campos de la existencia, en medio de la cual los medios aparecen como lugares privilegiados para el contacto y la construcción de adhesiones, suplantando las plazas públicas y los más pequeños pero propios espacios de debate y acción conjunta.
También habla del nuevo papel de los medios su progresiva conversión en intermediarios entre los ciudadanos y el poder, hecho que también se produce en ese crucial proceso de redefinición del Estado y su rol que se verifica en nuestros países. Los medios son hoy un foro para la formulación de las demandas de los diferentes sectores sociales ante las autoridades y para la resolución de carencias grupales e individuales, estableciendo cambios significativos en el anterior sistema de representación sectorial.

* En relación con lo anterior, podríamos afirmar que la cultura masiva es una cultura espectacular, es decir, una cultura de la puesta en escena.

El auge de la civilización de la imagen es un hecho globalmente reconocido. Lo que interesa destacar es que no sólo tiene que ver con el desarrollo tecnológico sino con condiciones socio económicas que, a la par de aumentar las tasas de alfabetismo real y funcional en muchos países del continente, alejan a las grandes mayorías de las posibilidades de consumir medios impresos –diarios, revistas, libros– en función de sus altos costos relativos en comparación con otros medios visuales de entretenimiento e información.
Pero lo que denominamos espectacularización de la realidad no aluda sólo a una preeminencia de los medios audiovisuales –la televisión en particular– sino a una modalidad de construcción de los relatos televisivos que impregna toda la cultura: la dramatización de los hechos sociales (en el sentido de la construcción teatral) que lleva a acomodar esos hechos a partir de rasgos propios de la dramaturgia como pueden serlo el suspenso, la sorpresa, la preparación de los desenlaces, etc.[21]
Esta modalidad comunicacional se expande a otros medios –el caso de la prensa lo revela con toda claridad– y a otros medios de transmisión del saber como pueden serlo los espacios educativos. Basta con revisar algunos manuales escolares –los textos de historia y biología son particularmente llamativos en ese sentido– para advertir de qué manera la simultaneidad de estímulos, la fragmentariedad de visiones –típicas, se dice, de los videoclips– van suplantando formas de ordenamiento gradual y lógico de los conocimientos, estrategias de argumentación, lo que lleva a modificar las condiciones y hábitos perceptivos de los educandos.

* El tercer rasgo a destacar es lo que podíamos llamar la univocidad de los discursos.

La transnacionalización de la cultura, aspecto que asumen las relaciones y prácticas simbólicas en el marco de la transnacionalización del capital y la interdependencia tecnológica y financiera, se caracteriza entre otras cosas por una formidable concentración de aparatos de producción y difusión de bienes culturales. La constitución de redes informativas de carácter global, la diseminación mundial de productos destinados al entretenimiento, la implantación simultánea de modas de diverso tipo superan, en cantidad y calidad, los conocidos y anteriores fenómenos de distribución enlatados desde los países centrales o la cobertura informativa por parte de agencias periodísticas.
Estos procesos de concentración tienen consecuencias singulares en lo que concierne al rediseño de identidades colectivas, en tanto van permitiendo borrar fronteras entre lo propio y lo ajeno, lo tradicional y lo moderno, lo culto y lo popular. Porque la concentración que va de la mano de la simultaneidad del consumo, acerca del mundo, aproxima experiencias culturales y pone, en un escenario común y conocido –el de la vida cotidiana–, realidades antes insospechadas.
Paradójicamente, y como contrapartida de esos procesos de concentración, el desarrollo tecnológico permite la proliferación de medios emisores y, consecuentemente, un consumo diferenciado. Sin llegar todavía a los consumos personalizados que el avance técnico ya posibilita en países altamente desarrollados (pensemos por ejemplo en el video-texto o en los periódicos confeccionados según los requerimientos de usuarios particulares) nuestros países viven ya esa realidad, que se expresa en la proliferación de emisoras en FM, en la facilidad de operar equipos de video, en los periódicos especializados a segmentos de alta capacidad económica.
Sin embargo, si aludíamos a la univocidad de los discursos como rasgo que hoy marca la cultura, es porque la proliferación de medios emisores es una proliferación de lo mismo; así, lo que efectivamente se produce es una ilusoria apariencia de pluralidad y diferencia. Nuestras realidades latinoamericanas, modeladas hoy según la lógica del liberalismo político y económico, son nombradas desde diversos lugares –los medios de comunicación masivos, el Estado, las corporaciones empresariales, los sectores profesionales de punta, etc.–en términos de eficacia, instrumentalidad, autonomía individual, competencia. No importa si se habla de planes económicos o del modo de encarar los problemas educativos o de la manera en que un individuo puede realizarse personal y socialmente: el mercado es en todos los casos el gran regulador, el dispositivo con capacidad de ordenar la vida social de unos sujetos que van cediendo su condición de ciudadanos ante un nuevo papel de usuarios y consumidores.

* Un cuarto rasgo, relacionado contradictoriamente con el anterior, nos lleva a caracterizar la cultura masiva actual como un campo de diferenciación social, en un doble sentido.

La proliferación de medios emisores en los que se construye sin dudas un discurso cada vez más unívoco aunque ilusoriamente particularizado implica, de todos modos, una alta segmentación de los públicos y los consumos culturales.
La apropiación desigual de los bienes culturales no es, en nuestras realidades, un dato nuevo. Desde las posibilidades de acceso a la educación y al disfrute de ciertos productos artísticos, a las posibilidades de vivir en condiciones habitacionales dignas y a poder disponer de tiempo libre –para mencionar algunos aspectos– el terreno del consumo ha sido, tanto como el de la producción, terreno de distinción y exclusión social. Lo que ocurre es que hoy esa distinción y exclusión se refuerza notablemente. Tal como señala Martín Barbero, las diversas formas de fragmentación de públicos y consumos conducen a una:

separación cada día más tajante entre una oferta cultural de información para la toma de decisiones, reservada a una minoría , y a una oferta cultural hecha de espectáculos, o de informaciones construidas espectacularmente, destinada a las mayorías”.[22]

con lo cual las diferencias sociales se legitiman culturalmente tras las imágenes de un creciente acceso de las mayorías a la información global.
Pero la constitución de la cultura masiva como espacio de diferenciación social presenta otro costado. Se trata de la aparición de sub-culturas generacionales, étnicas o regionales, que permiten la expresión de nuevos conflictos e identidades sociales. El caso de los jóvenes y sus procesos de identificación a partir de los productos y consumos musicales, es un hecho bien conocido. Pero igualmente interesa recuperar la existencia de esas suertes de islotes que, en el marco de la lógica cultural global, representan, por ejemplo, articulaciones que en las grandes ciudades se producen entre los individuos provenientes de zonas rurales o poblaciones menores.[23]
En ese sentido, y recuperando la noción de ambigüedad de la cultura masiva con que casi iniciamos este texto, podemos plantear que la diferenciación que refuerza las exclusiones sociales también permite la manifestación de nuevos agrupamientos.

Hasta aquí los que consideramos rasgos más significativos de la actual cultura masiva. La tarea, si asumimos nuestra pertenencia a ese campo cultural, si no nos colocamos fuera de él en posiciones elitistas, vanguardistas o maniqueas debe ser, antes que nada, una tarea de comprensión. Una mirada desprejuiciada y crítica –en el sentido de análisis e interrogación permanente– que nos ponga en el camino de percibir de qué manera ella se transforma y transforma la vida de los sujetos y de los pueblos; de qué manera cada quien colectiva y grupalmente hace suya o modifica esa cultura; de qué modo ella no es sólo la señal de hegemonía consolidada sino también, de conflictos y contradicciones que nos señalan vías para acciones trasformadoras.
En ese sentido, y a manera de reflexión, sería conveniente preguntarse de qué manera esa cultura –los rasgos que hemos señalado– se manifiestan o no en la cultura de los grupos con quienes trabajamos:

* en sus hábitos culturales;
* en sus modalidades comunicativas;
* en sus modos de relacionarse con otros.

Preguntarnos al mismo tiempo, de qué modo al trabajar con esos individuos o grupos reconocemos que son sujetos de la cultura masiva:

¿de qué manera nuestra práctica tiene en cuenta algunos de los rasgos centrales de esa cultura?



Notas:
[1] Ambos trabajos integran los libros que citamos más adelante.
[2] Ver Umberto Eco (coord.) Estetica e teoría dell informazionne, Bompiani, Milán, 1972, p. 11. En un texto posterior, Semiotica e filosofia del linguaggio, Elnaudi, Turín, 1984, Eco plantea con toda claridad que la teoría de la información el significado de los mensajes es totalmente irrelevante. Lo que interesa a dicha teoría es la medida de la información que puede recibirse cuando un mensaje es seleccionado y transmitido.
[3] La investigación de la comunicación de masas. Críticas y perspectivas, Paidós, Barcelona, 1987, p. 131.
[4] No corresponde decir, como a veces se hace, que éste es un modo de reducir los canales a la condición de “meros instrumentos técnicos” ya que ello equivaldría a no admitir que las técnicas son formas culturales, portadoras de sentido.
[5] El Umberto Eco de La struttura assente, Bompiani, Milán, 1968, llamaba todavía “aberrante” a “toda desviación en la interpretación de los mensajes por parte del receptor”, si bien reconocía que esa situación paradojal era circunstancial a la comunicación humana, en contraposición con la comunicación entre máquinas (pp. 52 y 102).
[6] Ver, entre otros, el texto de Antonio Paquali Comunicación y Cultura de Masas, Monte Ávila, Caracas, 1972, pp. 41 a 55 y de Mario Kaplún El comunicador popular, CIESPAL, Quito, 1985, pp. 67 a 71.
[7] Ver artículo citado en Nethol y Piccini, Introducción a la pedagogía de la comunicación, Terra Nova –UAM, México, 1985, p. 68.
[8] Verón y Sigal, Perón o muerte, los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Legasa, Buenos Aires, 1986, pp. 15 y 16.
[9] Al respecto puede verse el artículo de Beatriz Sarlo “Políticas culturales: democracias e innovación”, en Punto de Vista N° 32, abril-junio de 1988, Buenos Aires.
[10] Según lo plantea la semiótica textual. Ver Mauro Wolf, texto citado, pp. 146 a 148.
[11] “Le discourse social: problématique d’ ensemble” en Le discours social et ses usages- Cahiers recherche sociologique, Vol. 2 N° 1, Abril 9284, Departamento de Sociología de la UQAM, Canadá, p. 20
[12] Ídem, p. 25. Angenot utiliza la noción de habitus desarrollada por Pierre Bourdieu: sistema de disposiciones dotado de permanencia que integra las experiencias pasadas y funciona en todo momento como una matriz de percepciones, apreciaciones y acciones que permite al individuo cumplir tareas notablemente diferenciadas.
[13] Hemos dado cuenta de esos estudios en “Radio: Memorias de la recepción. Aproximaciones a la identidad de los sectores populares”, en DIA-LOGOS DE LA COMUNICACIÓN, N° 30, FELAFACS, Lima, junio de 1991.
[14] Pensemos en la cantidad de bienes que son parte de dicha industria, tales como la ropa, los objetos decorativos, las vacaciones planificadas, etc.
[15] Según lo plantea Franco Rositi en Historia y Teoría de la Cultura de Masas, Gustavo Gilli, Barcelona, 1980,p. 37.
[16] “Memoria narrativa e industria cultural” en Comunicación y Cultura, N° 10, México, p. 59.
[17] “¿De qué estamos hablando cuando hablamos de lo popular?” en Comunicación y Culturas Populares en Latinoamérica, FELAFACS- Gustavo Gilli, México 1987, pp. 30-31.
[18] Op. cit. p. 41.
[19] Se denominan así a la corriente que se perfila a fines de la década del ’50 y durante los primeros años de la del ’60 alrededor del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Birminghan.
[20] Wolf, Mauro, op. cit., pp. 122-123.
[21] Hace poco asistimos a la más grande construcción ficcional de este tipo. Nos referimos al modo que desde la televisión internacional –consumida vía satélite en todos nuestros países– se creó la CRISIS DEL GOLFO. No decimos que no existiese una real crisis geopolítica, pero que nos interesa cómo ella se construyó cinematográficamente: recordemos la presentación de los segmentos de noticieros internacionales dedicados al tema en las que se incluían placas diseñadas a la manera de títulos de series o películas de guerra. Recordemos también, como antes de comenzar la confrontación armada se nos fueron presentando los personajes y la escena de los hechos hasta el punto que nadie esperaba la resolución pacífica del conflicto: montado el escenario era necesaria la acción: sólo cabía presenciar el espectáculo: en este caso, la batalla.
[22] Citando a Moragas Spa en “Comunicación, campo cultural y proyecto mediador”, Diálogos de la Comunicación, N° 26 FELAFACS, Lima, 1990, p. 9.
[23] La cultura de los migrantes que tan bien han estudiado sociólogos y antropólogos peruanos para el caso limeño (entre quienes debe mencionarse a Rosa Maria Alfaro y sus trabajos relacionados con la radiofusión comercial) es cada vez más un dato presente en diferentes países, estrechamente ligada además, con el crecimiento de la cultura de la informalidad económica. En el caso argentino las prácticas culturales urbanas en Buenos Aires o las prácticas diferenciadas en zonas del interior del país serían un buen objeto de análisis en ese sentido.

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